EL COLAPSO DE LA IV INTERNACIONAL Y LA LUCHA POR UNA NUEVA DIRECCION REVOLUCIONARIA DEL PROLETARIADO


INTRODUCCION

La LCCH nació a la vida política empuñando firmemente la bandera internacionalista, democrática y revolucionaria del auténtico comunismo, vale decir identificándose sin reservas con la concepción estratégica y programática del bolchevismo. Con esa misma concepción que, saliendo resueltamente al paso de la confusión y desmoralización que introdujo en las filas del movimiento obrero la ignominiosa traición de la mayor parte de la socialdemocracia europea al comienzo de la prime­ra guerra mundial, abrió por primera vez en la historia camino al triunfo de una revolución proletaria. Con esa misma concepción que, enriquecida luego por la magnífica experien­cia de la Revolución de Octubre y el inicio de la construc­ción del socialismo en la URSS, imprimió un impulso notable en todo el mundo a la gran causa de la emancipación de la humanidad. Con esa misma concepción que, recogida y sinteti­zada en las resoluciones de sus cuatro primeros Congresos, dio vida, orientó e inspiró la acción del joven y vigoroso movimiento comunista congregado en torno a la III Internacio­nal. Esa concepción revolucionaria, estrechamente vinculada a los nombres de Lenin y Trotsky como sus máximos exponentes y templada por los más grandes acontecimientos de nuestra épo­ca, constituye la expresión más completa y coherente del punto de vista del proletariado en la lucha de clases.

Con la degeneración burocrática del Estado soviético, que bajo la conducción de Stalin comenzó a desvirtuar el profundo significado democrático, emancipador, igualitario y solidario con que el Partido de Lenin había acometido desde un primer momento la construcción del socialismo en la URSS, la mayor parte del movimiento comunista internacional sucumbió a los efectos de una formidable degradación teórica, política y organizativa. Una monstruosa perversión dogmática y totalita­ria del marxismo emergió de ese proceso como ideología de la burocracia. La nueva casta privilegiada no podía tener ya nada en común con el punto de vista del proletariado, pero aún necesitaba cubrirse cínicamente con los ropajes de la revolución para hacer valer sus propios intereses reacciona­rios. Desde entonces, la bandera internacionalista, democrá­tica y revolucionaria del auténtico comunismo pasó a identi­ficarse exclusivamente con la lucha de aquellos que, mante­niéndose irreductiblemente fieles a los principios de Marx y de Lenin, se mostraron capaces de oponer una tenaz resisten­cia al estalinismo. Concretamente, pasó a identificarse con el combate del movimiento trotskista y la IV Internacional. Los decisivos acontecimientos de la lucha de clases en Chile en el período de 1970‑73 nos permitieron verificar una vez más la extraordinaria vigencia y la trascendental importancia política de esta concepción en la formulación de una línea de acción consistentemente revolucionaria. Fue en definitiva la constatación de este hecho lo que estuvo a la base del surgimiento de la LCCH y de su firme determinación de vincu­larse activamente al movimiento trotskista internacional (MTI) de nuestros días, al que tanto por su origen como por su reivindicación programática suponía el legítimo heredero de esa tradición.

Sin haber renunciado a ninguna de las concepciones fundamen­tales que la llevaron en el pasado a buscar, establecer y desarrollar dichos vínculos, la LCCH se encuentra hoy alejada de las filas del MTI en cada una de sus expresiones actuales. La explicación de esto, que a primera vista puede resultar paradojal, es en realidad muy sencilla: en su relación direc­ta con la realidad y los planteamientos actuales de las diversas corrientes que reivindican la bandera de la IV Internacional, nuestro Partido pudo constatar la existencia de profundas divergencias entre, por un lado, su propia comprensión del significado político que tiene y las respon­sabilidades que conlleva el empuñar la bandera del comunismo en los combates de hoy y, por el otro, la que es caracterís­tica de cada una de esas corrientes. A juicio de la LCCH ninguna de ellas encarna genuinamente lo que políticamente representó la IV Internacional en el momento de su fundación. En definitiva es esto lo que está realmente a la base de la profunda, prolongada y devastadora crisis, ya prácticamente irreversible, que desde hace varias décadas corroe al MTI. En consecuencia, se torna imperativo que el Tercer Congreso de la LCCH someta esta cuestión a un nuevo examen con el objeto de redefinir con exactitud el lugar que, en su calidad de destacamento revolucionario de vanguardia, le corresponde ocupar en la lucha por hacer avanzar y triunfar la causa del comunismo en todo el mundo. No se trata de hacer aquí ni una historia del MTI ni un examen de la situación política mun­dial del momento, sino de explicarnos muy concretamente las causas de los principales males que afectan actualmente al MTI y la dirección en que ellos pueden y deben ser encarados por los marxistas revolucionarios de hoy.

LO MAS ROJO DE LA ROJA BANDERA DEL COMUNISMO

El gran poeta peruano César Vallejo escribió en una oportu­nidad: "el trotskismo es lo más rojo de la roja bandera del comunismo". Bien entendida, esta definición sigue siendo hoy enteramente justa. El trotskismo surgió como la tendencia que en el seno del movimiento comunista internacional sostuvo con mayor claridad y firmeza el punto de vista del proletariado, encarnado en la bandera del leninismo, frente al gradual proceso de degeneración estaliniana. Como sabemos, la Unión Soviética debió dar sus primeros pasos en condiciones objeti­vas extremadamente difíciles. La revolución proletaria no triunfó, como lo esperaban Lenin y Trotsky, en ninguno de los países más avanzados del occidente europeo. Las masas trabajadoras de Rusia, que bajo la conducción de su partido revolucionario habían derribado el viejo orden social y abierto por primera vez en la historia la vía al socialismo, se vieron prontamente acorraladas entre el formidable atraso económico y cultural del país por una parte y el dramático aislamiento internacional de la revolución por la otra. Tales circunstancias históricas junto a las dramáticas condiciones en que se encontró la Unión Soviética al término de los largos años de guerra que debió soportar su población hicie­ron posible que los intereses de una casta de funcionarios y expertos ávida de privilegios comenzaran a imponerse gradual­mente por sobre los intereses, derechos y aspiraciones de las amplias masas del pueblo. Concretamente, había que encarar con urgencia tareas de defensa y reconstrucción económica que harían gravitar decisivamente el rol de estos sectores, inva­diendo incluso las filas del PCUS y contaminando poco a poco el comportamiento de un sector de sus cuadros dirigentes.

El estalinismo constituyó la expresión política e ideológica más genuina, y a la vez más cínica y brutal, de ese proceso de degeneración burocrática del Estado obrero soviético que, en nombre del "marxismo‑leninismo", terminó por ahogar toda señal de democracia proletaria y de respeto por los derechos ciudadanos, edificando sobre la base del terror y la mentira un sistema político totalitario. Antes de la segunda guerra mundial, más de las tres cuartas partes de quienes componían el Comité Central bolchevique en el momento de la revolución habían sido fusilados bajo el impúdico cargo de ser "enemigos del pueblo". Resulta imposible conocer hoy el número exacto de las víctimas del terror estalinista, pero sabemos con certeza que fueron decenas de miles y que entre ellas se encontraron los más valiosos, lúcidos y abnegados hijos del proletariado soviético. Los efectos de esta verdadera contra­rrevolución burocrática no quedaron confinados exclusivamente a los límites de la URSS, sino que terminaron por contaminar también al conjunto del movimiento comunista internacional, apartándolo decisivamente de su misión histórica revolucio­naria. Escudándose en el prestigio y la autoridad del PCUS y presentando su política como fiel exponente del "marxismo‑leninismo", la burocracia soviética logró subordinar a sus intereses conservadores la política de la Internacional Comu­nista. El auge de las luchas revolucionarias en los países capitalistas comenzó a ser visto desde el Kremlin con malos ojos debido, en primer lugar, a su profunda desconfianza en las reales perspectivas de éxito de esos combates; en segundo lugar, a que bajo cualquier circunstancia el imperialismo podría hacer de ellos un pretexto para desatar una guerra de agresión en contra de la Unión Soviética; en tercer lugar, a que una nueva victoria del proletariado, especialmente en los países más avanzados de Europa, inevitablemente llevaría a las masas soviéticas el contagio de ese espíritu democrá­tico que es característico de toda auténtica revolución. De este modo, los intereses de la burocracia se identificaron claramente con la preservación del statu quo internacional. Los partidos comunistas comenzaron a contemporizar con los sectores "progresistas" de la burguesía y a establecer alian­zas de largo alcance con ellos.

Transcurridos ya más de 70 años desde el triunfo de la Revo­lución de Octubre nadie puede pretender ignorar los principa­les problemas que en su desarrollo ulterior ella planteó a todos quienes en cualquier rincón del mundo han comprendido y abrazado la justa causa del comunismo. Nadie puede permanecer hoy indiferente ante los horrendos crímenes del estalinismo y las gravísimas distorsiones teóricas, políticas y organizati­vas que introdujo en el seno del movimiento comunista inter­nacional. No se trata simplemente de una cuestión académica: en una amplia escala esas distorsiones todavía subsisten y representan un formidable obstáculo en el camino de la eman­cipación nacional y social de todos los pueblos y naciones oprimidas del planeta y de su ulterior avance hacia una sociedad comunista. Para movilizar resueltamente todas las fuerzas que son necesarias para alcanzar el gran objetivo de liquidar al imperialismo, terminar con todo el sistema de explotación capitalista y construir en su lugar un mundo de paz, solidaridad y justicia, resulta imperativo rehabilitar en la conciencia digna de las amplias masas obreras y popula­res del planeta el contenido original del comunismo, a la vez profundamente internacionalista, democrático y revolucionario. Hoy resulta relativamente sencillo comprender el signi­ficado y las implicancias de estos problemas. Pero cuando el proceso de degeneración burocrática del Estado soviético recién comenzaba a imponer su sello trágico y brutal sobre el PCUS y el conjunto del movimiento comunista internacional sólo Trotsky y sus partidarios tuvieron la claridad política y el coraje necesarios para oponerse activa y resueltamente a ese curso catastrófico. Sólo ellos fueron capaces de mante­ner altiva y consecuentemente en alto la bandera del auténtico comunismo.

De este modo, lo que el estalinismo se empeñó en estigmatizar bajo el rótulo de "trotskismo" constituyó en realidad no sólo la tendencia más lúcida y más consecuente del comunismo, sino también la expresión más legítima y más genuina del leninis­mo. Surgió en respuesta a los crecientes y cada vez más alarmantes signos de burocratización y conservadurismo que bajo la dirección de Stalin y otros antiguos líderes bolche­viques comenzaban a ganar cuerpo en la Unión Soviética. Una vez consumado ese curso reaccionario su objetivo no fue otro que el de una pronta regeneración revolucionaria del movi­miento comunista internacional. Programáticamente el trots­kismo recogió y se apoyó ciertamente en el legado del leni­nismo, pero lo hizo con la mirada siempre puesta en los nuevos problemas de la lucha de clases, tanto dentro como fuera de la URSS. Por ello no se limitó ni podía limitarse a un simple "retorno a Lenin", reivindicando exclusiva y estáticamente las orientaciones de los 4 primeros Congresos de la Internacional Comunista. También enriqueció ese legado con un aporte original: el primer análisis marxista, penetrante y riguroso a la vez, del fenómeno de la degeneración burocráti­ca del Estado obrero surgido de la Revolución de Octubre. Esta extraordinaria contribución al desarrollo del marxismo arroja conclusiones fundamentales para la elaboración de una estrategia global revolucionaria en el mundo de hoy. El trotskismo representó, en síntesis, una real y fecunda línea de continuidad teórica, política y organizativa del marxismo revolucionario en la defensa insobornable de los principios y la perspectiva del comunismo.

LOS SINTOMAS DE UNA PROFUNDA CRISIS

Actualmente el "movimiento trotskista internacional" expresa una realidad muy diferente. Es posible constatar un claro contraste entre esa tradición comunista, aguerrida y clarivi­dente, que hace cincuenta años proclamó orgullosa y confiada la fundación de una nueva Internacional como "Partido Mundial de la Revolución Socialista" y la penosa realidad política y organizativa que exhiben hoy quienes se reclaman sus herede­ros y continuadores. En los hechos, el MTI de nuestros días no es más que un disperso y abigarrado conglomerado de co­rrientes políticamente marginales que, a falta de una activi­dad más relevante, dedican gran parte de sus mejores energías a combatirse violentamente las unas a las otras. Desde luego no tiene nada de extraño ni constituye por sí mismo un sín­toma de crisis el que las corrientes que pugnan por construir una alternativa revolucionaria valoren en alto grado el desa­rrollo de la lucha ideológica. Como decía Lenin, "sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario". Pero lo que sí representa un claro síntoma de crisis es el carácter caótico, confuso y regresivo del debate entre corrientes que se consideran parte de una misma tradición. Ello le resta toda progresividad y degrada la lucha ideológica al nivel de meras querellas de conveniencia, de rencillas subalternas, de simple disfraz del oportunismo. En tales condiciones no hay efectiva clarificación política y los esfuerzos en favor de la unificación de las fuerzas que se reclaman de un mismo programa no pasan de ser meras tratativas burocráticas para la constitución de bloques sin principios. La forma en que tuvo lugar el surgimiento del Secretariado Unificado en 1963 y, más evidente todavía, del Comité Paritario en 1979 son ejemplos clarísimos de ello.

Los adversarios del trotskismo han encontrado siempre en el agudo fraccionamiento y la considerable dispersión de sus efectivos un terreno fértil para cultivar la imagen repulsiva y grotesca con la que pretenden desacreditar el significado de su lucha: la de una secta impotente cuya existencia carece de toda justificación desde un punto de vista revolucionario. Por ello es lógico que, en el seno de las propias corrientes que se reclaman del trotskismo se tienda, por el contrario, a minimizar la importancia de esta situación. Pero lo más notable de todo es que no se advierta en ellas una preocupa­ción real por indagar las verdaderas causas de este estado de cosas y que se resistan a reconocer en él los síntomas ine­quívocos de una grave y profunda crisis. Enfrentadas a la necesidad de explicar su propia marginalidad política todas tienden a invocar las condiciones externas, extremadamente desfavorables, en que se fundó y se ha debido desarrollar posteriormente la lucha de la IV Internacional. A ello aña­den, por cierto, las graves responsabilidades que cada una atribuye a las fracciones rivales. Sin embargo esta explica­ción del problema es claramente insuficiente. Ciertamente las condiciones políticas de posguerra no han favorecido el cre­cimiento del movimiento revolucionario en los países imperia­listas, pero han sido en cambio muy favorables en los países coloniales y semicoloniales. La historia autocomplaciente de la "travesía por el desierto", adornada con ribetes de verdadera epopeya, no puede constituir entonces una solución apropiada de este enigma. Planteada la necesidad de un balan­ce hay que preguntarse por qué el movimiento trotskista, como corriente internacional, careció de las iniciativas necesa­rias para desarrollar su presencia en aquellos escenarios que sí eran altamente propicios para la intervención de un movi­miento revolucionario que estuviera armado de un programa, una orientación política y propuestas de organización claras y consistentes. ¿Puede explicarlo sólo la debilidad de los recursos humanos y materiales?

Se pueden citar, sin embargo, a lo menos dos casos que nos indican claramente que el problema de fondo no fue la escasez de recursos sino una grave desorientación política. Esos casos son los de Bolivia y Ceilán. En ambos países, por circunstancias que no cabe examinar aquí, el MTI logró contar con partidos firmemente enraizados en las masas traba­jadoras. Ello le ofrecía inmejorables posibilidades de demos­trar en la práctica, y ante los ojos de todo el mundo, el valor político de su programa. En el caso de Bolivia, la IV Internacional se vio incluso enfrentada en 1952 a una situa­ción directamente revolucionaria. En uno y otro lugar el MTI sólo supo cosechar resultados catastróficos. Únicamente ha­bría que agregar que tales ejemplos de ineptitud política no son ciertamente los únicos ni los más recientes. No obstante, lo más grave es que tales experiencias desastrosas y recu­rrentes no han motivado la reflexión que se merecen en las filas del propio MTI, a pesar de que no pueden menos que reforzar la pronunciada y prolongada dispersión y marginali­dad política de sus efectivos, aspectos ambos que retroali­mentándose en forma recíproca, son en última instancia sólo los síntomas exteriores de una grave y profunda enfermedad. En definitiva el hecho verdaderamente clave es que más allá de las autoproclamaciones de rigor, hoy por hoy no existe ninguna corriente que por sus formulaciones y por su práctica política constituya la expresión de una real continuidad con el programa y la acción de aquél movimiento comunista revolu­cionario que organizó y encabezó León Trotsky. Ninguna reivindicación formal del legado teórico del MTI de los primeros años es mérito suficiente para probar lo contrario. Se re­quiere ante todo contrastar en cada caso las palabras con los hechos a la luz de los grandes desafíos teóricos, políticos y organizativos a los que el MTI se ha visto enfrentado luego del asesinato de su fundador. Esta no es simplemente una curiosidad historiográfica, como han sostenido más de una vez algunos líderes del MTI, sino una imperiosa e inexcusable necesidad política. Sin hacer claridad sobre estos problemas el trotskismo jamás podrá sobreponerse a su crisis.

Cualquier reflexión seria sobre las sucesivas divisiones que ha experimentado el MTI durante los últimos 35 años conduce inexorablemente hacia los problemas de fondo que son en primer lugar de carácter programático. En concreto, el MTI ha manifestado una sorprendente incapacidad para integrar las nuevas realidades políticas del mundo de posguerra en una nueva síntesis, coherente y realista, de las perspectivas y los grandes desafíos que encara la lucha por el comunismo en el mundo de hoy. De esa grave incapacidad teórica para poner al día el programa de la IV Internacional ha derivado una inevitable y crónica incapacidad para adoptar las iniciativas políticas y organizativas que los nuevos desarrollos de la lucha de clases a escala mundial han reclamado con urgencia. Es el colapso programático de la IV Internacional lo que realmente está a la base de su colapso político y organizati­vo. Este último nos parece ya completamente irreversible. Ello no significa, por cierto, que las corrientes que hoy levantan la bandera de la IV Internacional estén inexorablemente condenadas a desaparecer. La sola existencia de estas organizaciones que se muestran capaces de sobrevivir a sus interminables crisis y fracasos constituye un claro testimo­nio de la enorme vitalidad del programa original del MTI. Con toda seguridad van a continuar existiendo aún por un largo tiempo más y no es razonable descartar de antemano la even­tualidad de que en determinados lugares puedan alcanzar un desarrollo relativamente exitoso. Lo que la irreversibilidad de esa crisis implica es que la IV Internacional ya no está en condiciones de ser el instrumento a través del cual se opere una efectiva recomposición política del movimiento obrero en torno a una orientación revolucionaria. En otras palabras, ya no está en condiciones de resolver la crisis de dirección revolucionaria mundial del proletariado. Es claro que las fuerzas que se reclaman del MTI, o al menos una parte significativa de él, pueden y deben contribuir activamente en esta empresa. Pero constituyen hoy sólo un destacamento entre todos los que están llamados a ser parte de ella. Sin embargo, incluso para que puedan desempeñar un rol positivo en este proceso resulta ahora indispensable que sean capaces de apreciar correctamente el origen de sus principales pro­blemas y asumir decididamente las rectificaciones pertinen­tes.

LAS GRAVES IMPLICANCIAS DE UN PRONOSTICO EQUIVOCADO

Durante el largo período comprendido entre las dos guerras mundiales el capitalismo se vio fuertemente sacudido por una profunda y prolongada crisis. Ella recorría de un extremo a otro al conjunto del sistema y se expresaba con inusitada violencia en los propios centros principales del sistema, las grandes metrópolis imperialistas. La situación llegó a ser en varios aspectos verdaderamente caótica, particularmente en Alemania que padecía los graves efectos de su derrota en la primera guerra. El "crash" de 1929 vino a agudizar al máximo los efectos catastróficos de esta crisis: estancamiento de la producción, inflación galopante, altas tasas de cesantía, caída de los salarios, drástica reducción del comercio inter­nacional, etc. Trotsky supo apreciar correctamente el enorme potencial revolucionario que esta situación traía aparejada y basó en ello su lucha por reencauzar al movimiento obrero en la perspectiva de la revolución proletaria. Sin embargo su visión de la decadencia del capitalismo se vio empañada por un pronóstico catastrofista que, aunque completamente comprensible en ese momento, los acontecimientos posteriores no confirmaron. Concretamente, Trotsky descartó la posibilidad de que el capitalismo pudiera sobreponerse a su crisis y volviera a experimentar un prolongado período de expansión económica. La época histórica de la decadencia del capitalis­mo la consideró indisolublemente asociada al largo período de depresión inaugurado en 1914. En realidad no había entonces ningún motivo para creer que bajo el capitalismo las cosas pudieran ser muy diferentes hacia el futuro. De allí su convicción de que la humanidad se encontraba en la víspera misma del triunfo de la revolución proletaria a escala mun­dial.

Trotsky advertía que si el proletariado no se mostraba capaz de reaccionar a tiempo, se vería obligado a experimentar primero los horrores de una nueva guerra entre las principa­les potencias imperialistas. Dado su relativo atraso económi­co y tecnológico frente a las potencias imperialistas, la Unión Soviética probablemente sucumbiría en esta conflagra­ción a menos que el proletariado occidental acudiera oportu­namente en su ayuda. No obstante, consideraba que como resultado inmediato de la guerra asistiríamos de todos modos al surgimiento de una gran oleada revolucionaria que termina­ría por barrer implacablemente a las viejas direcciones re­formistas del movimiento obrero, colocando a las secciones de la IV Internacional a las puertas mismas del poder, no sólo en los principales países imperialistas sino también en la propia Unión Soviética. El mundo asistía, en otros términos, a la última gran crisis del capitalismo que, en un sentido directo e inmediato, experimentaba entonces su "agonía mor­tal". Elocuente es a este respecto el razonamiento que expone frente al estallido de la nueva conflagración bélica, cuando junto con reafirmar su confianza en el triunfo inminente de la revolución, traza una sombría perspectiva ante la eventua­lidad de que el proletariado no se mostrara finalmente a la altura de la misión que la historia ponía en sus manos:

"La segunda guerra mundial ha empezado. Ello confirma incontrovertiblemente el hecho de que la sociedad no puede continuar viviendo sobre las bases del capitalismo. De este modo somete al proletariado a una nueva y tal vez decisiva prueba.

"Si, como creemos firmemente, esta guerra provoca una revolución proletaria, ello llevará inevitablemente al derro­camiento de la burocracia de la URSS y a la regeneración de la democracia soviética sobre unas bases económicas y cultu­rales mucho más altas que en 1918.

"... la tarea básica de nuestra época no ha cambiado por la simple razón de que no haya sido resuelta. Una conquista colosal en el último cuarto de siglo y una inapreciable muestra para el futuro, lo constituye el hecho de que uno de los destacamentos del proletariado mundial fuera capaz de demostrar en la acción cómo debe ser resuelta esta tarea.

"La segunda guerra imperialista plantea esta tarea, no resuelta, a un nivel histórico mucho más alto. Pone a prueba, de nuevo, no sólo la estabilidad de los regímenes existentes, sino también la capacidad del proletariado de sustituirlos. El resultado de esta prueba tendrá indudablemente una signi­ficación decisiva para nuestra valoración de la época contem­poránea, como época de la revolución proletaria. Si, contrariamente a todas las probabilidades, la Revolución de Octubre no encuentra, en el curso de la presente guerra, o inmediata­mente después, su continuación en alguno de los países avan­zados; y si, por el contrario, el proletariado es arrollado en todos los frentes, entonces deberemos, sin duda, plantear el problema de revisar nuestra concepción de la época presen­te y sus fuerzas motrices. En este caso se trataría, no de pegar una etiqueta sobre la URSS o la banda de Stalin, sino de reconsiderar la perspectiva histórica mundial para las próximas décadas, sino siglos: ¿hemos entrado en la época de la revolución social y la sociedad socialista, o por el contrario en la época de la decadente sociedad de la burocra­cia totalitaria?

"... Es ya absolutamente evidente que si el proletaria­do internacional, como resultado de la experiencia de toda nuestra época y la actual nueva guerra, se muestra incapaz de convertirse en el dueño de la sociedad, esto significaría la pérdida de toda esperanza para la revolución socialista, puesto que es imposible esperar otras condiciones más favora­bles para ello. ("La URSS en guerra", 25/09/39)

Hoy resulta fácil constatar lo equivocado que estaba Trotsky al pronosticar en tales términos el curso que seguirían los acontecimientos. Estos se encaminaron a la postre, si no en otra dirección, al menos por un sendero y con un ritmo bas­tante diferentes. Tanto los países imperialistas como el Estado obrero soviético evidenciaron en primer lugar una fortaleza y capacidad de resistencia mucho mayor de la que Trotsky les había atribuido. El imperialismo norteamericano no sufrió en su propio territorio los efectos devastadores de la guerra y pudo emerger de ella incluso con un poderío económico y militar extraordinariamente incre­mentado. No sólo estuvo en condiciones de socorrer a sus aliados europeos durante el curso mismo de la guerra sino también de asegurar después bajo su propia hegemonía la reconstrucción capitalis­ta de Europa occidental y del Japón. Por otro lado, la Unión Soviética supo resistir el asedio de los ejércitos alemanes sin la ayuda de una revolución proletaria triunfante en occidente. Al contener primero y luego aplastar con sus propios medios a la formidable maquinaria guerrera del impe­rialismo alemán, el pueblo soviético puso en evidencia que la superioridad de la economía planificada y el extraordinario heroísmo de las masas obreras y campesinas constituyen en definitiva factores más decisivos que el peso agobiante, despótico y corrosivo del régimen burocrático. Por otro lado, el proletariado occidental tampoco se alzó para derri­bar al capitalismo en sus principales baluartes imperialistas ni el soviético para mandar al basurero de la historia al opresivo régimen estalinista. Los progresos de la revolución mundial se dieron en otros escenarios y contaron con el concurso activo de al menos algunos partidos estalinistas que se mostraron suficientemente capaces de actuar con indepen­dencia respecto de las directivas contrarrevolucionarias de Stalin, conquistar el poder y liquidar el capitalismo en sus respectivos países.

La victoria militar de la Unión Soviética ‑y estrechamente asociado a ello el surgimiento de una serie de nuevos Estados obreros‑ no podía menos que fortalecer el prestigio y la autoridad política del estalinismo en el seno de las masas trabajadoras de todo el mundo y particularmente de aquellos países que aún luchaban por liberarse del dominio colonial. Por otra parte, resuelta esta vez la prolongada crisis de hegemonía que afectaba al sistema capitalista mundial y que había arrastrado a la humanidad a las dos guerras preceden­tes, las potencias imperialistas se dispusieron a enfrentar unidas bajo el liderazgo de los EEUU el avance de la revolución mundial. Estas circunstancias abrieron paso a un nuevo escenario político a escala internacional en el que la aguda confrontación Este‑Oeste comenzó a polarizar decisivamente al grueso de las fuerzas políticas en todo el mundo. Resultaba inevitable que este nuevo realineamiento de fuerzas a escala internacional beneficiara en primer lugar a aquellas que se identificaban más clara e incondicionalmente con uno u otro de los "campos" en disputa, vale decir aquellas que recono­cían sin tapujos el liderazgo de Washington o Moscú. Al amparo de estas circunstancias, los partidos socialdemócratas de una parte y estalinistas por la otra, lejos de perder su influencia sobre las masas trabajadoras, volvieron a dominar casi por completo el espacio político que correspondía al movimiento obrero.

De este modo, las condiciones que Trotsky había previsto para el desarrollo rápido y exitoso de la IV Internacional al término de la guerra no se vieron materializadas. Ello exigía una reconsideración oportuna y adecuada de las perspectivas que orientarían hacia el futuro la actividad del MTI. No obstante esa reconsideración no se efectuó y la IV Interna­cional continuó basando por varios años su actividad sobre el supuesto de una crisis catastrófica del capitalismo, la rea­nudación a corto plazo de la guerra y la inminencia de una revolución en cadena en los principales centros imperialistas cuya materialización se había visto sólo momentáneamente retrasada. En la misma medida en que los acontecimientos ulteriores lejos de confirmar tales vaticinios los desmentían de un modo que era cada vez más evidente el MTI comenzó a pagar un alto precio por su desorientación política y a experimentar los síntomas inequívocos de una grave y profun­da crisis. Ella adquiriría luego un carácter crónico y se expresaría a lo largo de toda su historia posterior en dos respuestas contrapuestas a los problemas que esta nueva si­tuación planteaba a todos quienes empuñaban la bandera de la IV Internacional: la de una revisión empírica de ciertos aspectos esenciales del programa trotskista en un caso y la de un culto dogmático e integrista a la letra de ese mismo programa en el otro. A un nivel de abstracción más elevado, en ambos casos se mantiene intacta la perspectiva trazada por Trotsky con la convicción siempre renovada en que desenvolvi­miento espontáneo de la historia le está y le continuará haciendo justicia. Vale decir, mediante un simple acto de fe. De este modo, el lugar de la dialéctica materialista es ocupado por una nueva "filosofía de la historia". A un nivel más concreto, el de la práctica política revolucionaria, el punto de vista del proletariado comienza a desdibujarse hasta adquirir la forma de una burda caricatura.

UNA CUESTION CLAVE: EL ROL DEL ESTALINISMO EN LA ARENA INTERNACIONAL

Como se ha dicho, Trotsky basó su pronóstico optimista con respecto a las perspectivas inmediatas de la revolución pro­letaria mundial en una concepción catastrofista de la crisis que estaba experimentando el capitalismo de los años treinta. Pero resultaba del todo inevitable que esa visión catastro­fista no sólo diera pie a un pronóstico equivocado sino también a conclusiones que van a contaminar varias de sus formulaciones programáticas, oscureciendo de ese modo aspec­tos relevantes para la formulación de una orientación revolucionaria correcta. Un lugar clave lo ocupa en todo este cuadro la caracterización que Trotsky hizo del rol que obje­tivamente desempeña el estalinismo en la lucha de clases a escala mundial. Este problema se encuentra de una u otra forma en el centro de las controversias que han sacudido y sacuden al MTI, y también en el centro de su lucha política e ideológica frente a otros destacamentos del movimiento obrero y popular de los diversos países. Resulta por ello mismo fundamental un reexamen de esta cuestión que tenga debidamente en cuenta los desarrollos ulteriores a la muerte de Trotsky.

Esquemáticamente el problema se plantea del siguiente modo: a partir de 1933, considerando especialmente la ausencia de todo signo rectificador al interior de la Internacional Comu­nista luego de la desastrosa debacle a la que arrastró al movimiento obrero en Alemania y ante la perspectiva inminente de una nueva guerra en Europa, Trotsky reformuló su aprecia­ción del rol político del estalinismo, abandonando definitiva­mente el concepto de "centrismo burocrático". Para él había que distinguir claramente entre el rol que objetivamente desempeña la burocracia dentro de la Unión Soviética y su política internacional. Dentro de la URSS, el papel de la burocracia tiene necesariamente un carácter contradictorio en la medida en que, movida por sus propios intereses de casta, por una parte se ve forzada a defender las relaciones de propiedad surgidas de la Revolución de Octubre, fuente de todo su poder y privilegios, en contra de los apetitos de la burguesía mundial, y por la otra su propio régimen despótico y criminal en contra de los derechos y aspiraciones democrá­ticas de las masas trabajadoras. Fuera de la URSS en cambio, la burocracia juega para Trotsky un papel directamente con­trarrevolucionario en la medida en que, con la vana esperanza de frenar por una parte las tendencias agresivas del imperia­lismo y evitar por la otra que un eventual fermento revolu­cionario se propague al interior de la Unión Soviética y mine la estabilidad de su propio régimen, su política se compromete en una decidida defensa del statu quo internacional. En este cuadro, los partidos de la Internacional Comunista estalinizada ya no eran más que dóciles instrumentos de la polí­tica exterior de la burocracia soviética. En los precisos momentos en que la revolución proletaria llamaba a la puerta en una serie de países claves, estos partidos asumiendo una orientación claramente reformista se pasaban "definitivamen­te" al campo de la burguesía.

Si bien es innegable que dicho enfoque calza perfectamente con los acontecimientos de ese período, vale decir los que tuvieron lugar en la década de los años treinta, también lo es que se ha evidenciado parcialmente erróneo en una escala histórica mayor como es la que nos brindan los más de cin­cuenta años transcurridos desde entonces. Concretamente es claro que constituyó un error caracterizar el rol externo de la burocracia soviética como exclusivamente contrarrevolucio­nario, puesto que se ha mostrado en los hechos tan contradictorio como lo es internamente. También fue definitivamente errónea la creencia de que el régimen estaliniano representa­ría sólo una variante excepcional y única en el curso de la transición del capitalismo al socialismo a escala mundial. En la medida en que la revolución proletaria no alcanzó la victoria en los centros más avanzados del capitalismo mun­dial sino exclusivamente en países atrasados de la periferia, reeditó en ellos un modelo bastante similar al que conocimos anteriormente en la URSS. La Unión Soviética no sólo emergió victoriosa de la guerra sin contar con la ayuda de una revo­lución proletaria en occidente sino que extendió con sus ejércitos a media Europa el sistema social surgido de la Revolución de Octubre. Habiendo alcanzado luego un equilibrio militar estratégico frente al imperialismo, ha favorecido con su sola presencia el desarrollo de los procesos de descoloni­zación en Asia y Africa, y ha proporcionado además una ayuda vital para la sobrevivencia de ciertas experiencias revolu­cionarias como en los casos relativamente recientes de Cuba, Vietnam y Angola.

Tales iniciativas, completamente conscientes y diametralmente opuestas a las opciones de Stalin en España, China, Yugosla­via o Grecia, eran justamente las que Trotsky había descarta­do al caracterizar la política exterior de la burocracia como inequívoca y totalmente contrarrevolucionaria. Ello no signi­fica, obviamente, que debamos caracterizar esa política como revolucionaria o que al desplegar aquellas iniciativas que la llevan a chocar directamente con los intereses del imperia­lismo la burocracia tenga siquiera en cuenta las necesidades que se derivan de una perspectiva revolucionaria. Es induda­ble que, tanto dentro como fuera de la URSS, la burocracia actúa exclusivamente en función de sus propios intereses y que ello la mueve en no pocas ocasiones a cometer nuevas "hazañas contrarrevolucionarias". Pero lo que no debemos pasar por alto es el hecho objetivo de que, por su ubicación material en la compleja estructura de la sociedad contemporánea, esos intereses se encuentran en una irreductible con­tradicción tanto con los intereses históricos del proletariado como con los intereses vitales del imperialismo. Hay que considerar finalmente que, como parte de esta errónea apre­ciación de las perspectivas de corto y mediano plazo, Trotsky también se equivocó en su estimación del rol que estaban llamados a desempeñar los partidos de la Internacional Comunista. Como ya se ha dicho, al constatar que la responsabili­dad criminal de la IC en la trágica derrota del proletariado alemán ni siquiera motivó el surgimiento de voces críticas en su interior, Trotsky llegó a la conclusión de que esos parti­dos sólo eran dóciles instrumentos en manos de la camarilla estalinista, incapaces de asumir en sus propios países una orientación que, contrariando los intereses de la burocracia soviética, los llevara a plantearse la toma del poder y la liquidación del capitalismo. A lo más, y como algo completa­mente excepcional, concibió la posibilidad de que las masas obligaran a tales partidos a tomar el poder en contra de sus deseos. Las experiencias revolucionarias de Yugoslavia, Alba­nia, China, Vietnam y Corea demostraron feacientemente que dicho enfoque era cuando menos parcialmente erróneo.

UNA REFORMULACION DEL PROGRAMA RESULTA IMPRESCINDIBLE

Resumiendo, podemos decir que el error de Trotsky en la evaluación de las perspectivas revolucionarias que se derivan de la crisis de los años treinta envuelve tres aspectos íntimamente relacionados: 1) La convicción de que el capita­lismo se encontraba, en un sentido inmediato y directo, ante una situación sin salida, en el momento de su agonía defini­tiva, descartando en los marcos de este sistema la posibili­dad de un nuevo período prolongado de expansión de las fuer­zas productivas, elevación del nivel de vida de las masas trabajadoras y estabilidad social, política y militar en los países imperialistas; 2) La confianza en que, en tales cir­cunstancias, el proletariado de los principales países impe­rialistas se mostraría a la altura de la misión revoluciona­ria que la historia ponía en sus manos y, liberándose de la nefasta influencia del reformismo, se alzaría para asestar los golpes definitivos al sistema capitalista mundial, lo que de paso provocaría también el derrumbe del régimen estalinista en la URSS; 3) La creencia de que el estalinismo, degenera­ción dogmática y totalitaria del marxismo, sólo era expresión de los intereses nacionales de la burocracia soviética, de lo que deriva la percepción de la Internacional Comunista estalinizada y sus partidos como mero aparataje burocrático, com­pleta e incondicionalmente dócil a las órdenes de Moscú. No obstante habría que señalar que el rumbo que finalmente tomaron los acontecimientos no sólo escapó a la lógica de este razonamiento, sino también a la de todas las previsiones efectuadas hasta entonces en los marcos de la tradición clásica del marxismo a la que Trotsky se mantuvo rigurosamen­te fiel. Esto es particularmente cierto en lo que concierne a los principales avances registrados por el proceso revolucio­nario mundial en el período de posguerra. Como ya se dijo, el escenario de esos avances no estuvo situado en los principa­les centros imperialistas, ni fueron sus protagonistas los viejos y experimentados destacamentos proletarios de occiden­te, sino en algunos países de Europa oriental y del Asia bajo la acción del ejército rojo o de ejércitos revolucionarios organizados por los partidos estalinistas en China, Yugosla­via, Vietnam, Corea y Albania.

El curso real de los acontecimientos, al desmentir la validez de este enfoque, obligaba a los marxistas revolucionarios no sólo a reconsiderar sus conclusiones más inmediatas sino también una parte de sus premisas y formulaciones programáti­cas. No resulta difícil comprender que la falta de correspon­dencia entre las perspectivas asumidas y el giro que tomaban los acontecimientos no podía dejar de repercutir en forma extremadamente negativa sobre el conjunto del MTI, dificul­tando seriamente su capacidad de influir ya no sólo sobre la militancia de base de los partidos estalinistas sino también sobre las nuevas corrientes revolucionarias que comenzaron a surgir en este período. Ello tornó más aguda su poco envidia­ble situación de marginalidad política y desencadenó en sus propias filas una dinámica de progresiva autodestrucción, dando origen a la crisis irreversible de la IV Internacional. No es necesario detenerse aquí a examinar pormenorizadamente el desenvolvimiento de esta crisis. Basta decir que de ella no surgió ninguna corriente que fuera capaz de diagnosticar y corregir radicalmente los problemas de fondo que la motiva­ban. La IV Internacional se encontró de este modo completa­mente a la deriva, incapaz de imprimir a su combate político una orientación que fuera simultáneamente consistente con la perspectiva estratégica de su lucha por el comunismo y con los nuevos desarrollos de la lucha de clases a escala mun­dial. Iniciativas de intervención empíricas o bien el abstencionismo sectario son en tales circunstancias las únicas respuestas posibles. Lo que esta situación estaba implicando en los hechos era nada menos que un abandono de la perspecti­va marxista como "guía para la acción". En otros términos, la caída del MTI en diversas variedades de centrismo. El resul­tado de esta crisis se encuentra a la vista: más allá de las invocaciones formales de rigor, no existe actualmente entre las corrientes que se reclaman de la IV Internacional una mínima unidad programática. Las divergencias que actualmente las separan versan sobre cuestiones claves tales como el carácter y rol del estalinismo; el carácter y significación de las revoluciones victoriosas después de 1917; el significado y valoración del centralismo democrático; el alcance y la estrategia de la revolución política en los Estados obreros; la política a seguir frente a otras corrientes revoluciona­rias; el alcance y significado preciso de las formulaciones contenidas en el "programa de transición", etc.

No obstante, por su postura básica frente a estos problemas, es posible visualizar en las filas del MTI dos cauces princi­pales. Uno de ellos es el que se congrega principalmente en torno a lo que hoy es el "Secretariado Unificado de la IV Internacional". Esta corriente ha mostrado en general una mayor sensibilidad ante los problemas que plantean las nuevas realidades de la lucha de clases a escala mundial. Cabe destacar particularmente la labor desplegada por Ernest Man­del, cuya contribución al desarrollo de la teoría económica marxista ha sido de enorme importancia para el estudio y la comprensión de las leyes que rigen el funcionamiento del "capitalismo tardío". Pero se trata de méritos de carácter esencialmente académico. En un terreno estrictamente políti­co, el Secretariado Unificado (SU) ha exhibido la ambivalen­cia, irresolución y falta de audacia que son típicas del centrismo. Su apego "ortodoxo" a la caracterización del estalinismo como totalmente contrarrevolucionario lo conduce a sostener que los partidos que se tomaron el poder y liquida­ron el capitalismo en países como China, Yugoslavia, Corea, Albania o Vietnam no deben ser considerados estalinistas. Esa misma falsa premisa lo lleva a brindar apoyo político a fuerzas que combaten a la burocracia desde posiciones franca­mente reaccionarias (dirección de Solidarnosc, guerrilleros afganos). Sin embargo, en el caso de Cuba esta postura se trastoca en una terca negativa a levantar allí la bandera de la revolución política. Ello se debe a que identifica de un modo completamente estrecho y dogmático ese programa con el levantamiento insurreccional de las masas trabajadoras y a que en este caso específico ese levantamiento tendría lugar contra una dirección que ha evidenciado ciertos rasgos pro­gresivos en su política internacional (apoyo a los movimien­tos guerrilleros de América Latina en la década de los años 60, intervención en Angola, etc.) y goza por esto de una gran autoridad y prestigio ante vastos destacamentos de fuerzas revolucionarias en el llamado "Tercer Mundo". Bastante simi­lar ha sido la actitud del SU frente a la revolución sandi­nista. La consecuencia práctica de esta postura es la negati­va a asumir iniciativas destinadas a favorecer la construcción de un partido trotskista e incluso la abierta descalifi­cación de quienes lo hacen. De este modo una tradición que ha inscrito desde sus orígenes en su bandera la reivindicación de la democracia socialista, abogando por una pluralidad de "partidos soviéticos", renuncia no sólo a defender sino in­cluso a asumir su propia existencia política. Esta actitud liquidadora ha sido y es quizás el rasgo más característico de la forma en que el SU concibe en la práctica la "lucha por la construcción de la IV Internacional".

El otro de los dos cauces principales del MTI de posguerra, ha sido el autodenominado "trotskismo ortodoxo". Este se expresa a través de diversas corrientes "antipablistas" (lam­bertismo, morenismo, etc.), y se caracteriza por una especie de esquizofrenia política que combina una adhesión aparente­mente incondicional a la letra del "programa de transición" con una práctica política extremadamente oportunista. De acuerdo con el razonamiento dogmático de los "ortodoxos" nada parece haber cambiado en el mundo después de 1938. Sigue siendo completamente válido aquello de que "las fuerzas pro­ductivas han cesado de crecer" y de que la Internacional Comunista, vale decir los partidos estalinistas, se pasaron "definitivamente" hacia el lado del orden burgués. Las revo­luciones anticapitalistas victoriosas de la posguerra no constituyen en su opinión más que "casos excepcionales" de aquellos previstos por Trotsky cuando sostuvo que era imposi­ble negar a priori la "posibilidad teórica" de que bajo la influencia de una combinación muy extraordinaria de circuns­tancias los partidos pequeñoburgueses, incluidos los estalinistas, pudieran llegar "más lejos de lo que ellos quisieran en el camino de una ruptura con la burguesía". El estalinismo es "cien por ciento contrarrevolucionario" y todas las actua­ciones de la burocracia soviética en el mundo están claramen­te determinadas por su voluntad de acuerdo con el imperia­lismo, por su objetivo de mantener a cualquier precio el statu quo internacional, la "Santa Alianza" contrarrevolucio­naria establecida en Yalta y Potsdam. Todas estas corrientes respaldan incondicionalmente a la dirección reaccionaria de Solidarnosc y atacan virulentamente a la dirección revolucionaria del FSLN.

Más o menos común a ambas ramas "históricas" del MTI de posguerra es una óptica de la perspectiva revolucionaria que sigue estando esencialmente enmarcada en un punto de vista "clásico", vale decir abstractamente "clasista" y estrecha­mente "eurocentrista". De allí fluyen, por ejemplo, su tradi­cional menosprecio por aquellos problemas que son efectiva­mente planteados por la "confrontación este‑oeste" y su despectivo rechazo teórico del "tercermundismo". En la prác­tica, sin embargo, estas concepciones se traducen en una elevada dosis de abstencionismo político que de hecho degrada el papel de los marxistas revolucionarios al de meros analis­tas y consejeros. No está demás recordar aquí los términos extremadamente duros con que el propio Trotsky se refería a los "revolucionarios de café", exhortando a la IV Internacio­nal a depurarse de tales "sectarios incorregibles": "Estos profetas estériles no ven la necesidad de tender el puente de las reivindicaciones transitorias, porque tampoco tienen el propósito de llegar a la otra orilla. Como mula de noria, repiten constantemente las mismas abstracciones vacías. Los acontecimientos políticos no son para ellos la ocasión de lanzarse a la acción, sino de hacer comentarios". ¡Cuán familiares han llegado a ser estos "profetas estériles" en las propias filas del MTI! ¡Y Cuán lejos está éste de haber seguido los consejos de Trotsky!

Otro rasgo común a todas las corrientes que actualmente se reclaman de la IV Internacional, ya sea para "construirla", "reconstruirla", "reorganizarla" o hacerla "renacer", es su abandono del centralismo democrático. Este no es más que un síntoma adicional del mismo mal: la debacle programática del MTI. A falta de una perspectiva capaz de responder consisten­temente a los variados y urgentes requerimientos de la lucha de clases a escala mundial, la cohesión organizativa sólo pudo preservarse o bien eliminando implacablemente de las propias filas todo signo de disidencia o bien privando al debate interno de toda significación para el desarrollo de una intervención práctica centralizada. En términos más sim­ples, acentuando hasta el límite el centralismo a expensas de la democracia o la democracia a expensas del centralismo. De este modo, una corriente que nació para constituirse y actuar como "Partido Mundial de la Revolución Socialista" ha terminado por dar origen, de una parte a un trotskismo petrificado al que rinden culto un conjunto de sectas cuyos métodos de funcionamiento interno poco o nada tienen que envidiar a los del estalinismo (terrorismo ideológico, culto al jefe, proce­dimientos gansteriles para saldar las divergencias) y, de otra parte, un "trotskismo de cátedra" en torno al cual se vinculan por lazos de carácter puramente federativo un con­junto de círculos de debate y propaganda formados preponde­rantemente por sectores radicalizados de la intelectualidad.

Por cierto, este no es más que un apresurado boceto del cuadro que es posible apreciar al examinar de cerca la reali­dad actual del MTI. Por definición la realidad es siempre mucho más rica, compleja y multifacética que cualquier des­cripción, aún la más pormenorizada y rigurosa, y aquí sólo hemos querido resaltar brevemente aquellos rasgos que consi­deramos relevantes para la comprensión del problema que moti­va esta reflexión. Cualquiera que conozca de cerca algo de la realidad pasada o presente del MTI podrá constatar la pertinencia de lo que afirmamos. Lo que nos interesa, sin embargo, es remarcar la conclusión fundamental que se desprende de ello: sin una efectiva reformulación programática que corrija a fondo sus errores y ponga a tono sus conceptos con las nuevas realidades de la lucha de clases del período de pos­guerra los diversos destacamentos que componen el MTI no serán capaces de superar su profunda y devastadora crisis actual. Lo que procede es avanzar resueltamente hacia una nueva síntesis programática que, enriqueciendo y actualizando las conclusiones y la perspectiva revolucionaria del programa de transición de 1938, oriente consistentemente el pensamien­to y la acción de los marxistas revolucionarios en las luchas de hoy. Para ello hay que dejar de lado la pomposa pero estéril retórica del escolasticismo y seguir las sencillas pero imprescindibles reglas que la IV Internacional hizo suyas en el momento de su fundación: "Mirar la realidad cara a cara; no buscar la línea de la menor resistencia, llamar a las cosas por su nombre; decir la verdad a las masas por amarga que ella sea; no temer a los obstáculos; ser fiel en las pequeñas y en las grandes cosas; ser audaz cuando llegue la hora de la acción".

LOS MARXISTAS REVOLUCIONARIOS ANTE LOS GRANDES DESAFIOS DE NUESTRA EPOCA

Es de un elemental realismo político constatar que la lucha por una nueva dirección revolucionaria mundial del proleta­riado no puede quedar hoy circunscrita a los escasos y dis­persos contingentes que en la actualidad se reclaman del trotskismo y de la IV Internacional. Necesariamente deberemos congregar a fuerzas mucho más vastas cuyo surgimiento y desarrollo fuera de los marcos de la tradición clásica del marxismo responde en gran medida a las incapacidades del MTI que ya hemos señalado. Concretamente, la tarea que está planteada ante nosotros no es ya ni la construcción, reunifi­cación, reconstrucción o renacimiento de la IV Internacional, pulverizada por la prolongada persistencia de confusiones de carácter programático y una accidentada historia de crisis y divisiones sucesivas. Y mucho menos sobre la base de una sacralización del texto programático de hace cincuenta años atrás. Hay que partir de la constatación elemental de que la "rueda de la historia" lejos de haberse detenido ha acelerado vertiginosamente su marcha en los últimos decenios dando un impulso sin precedentes al desarrollo de un vasto espectro de fuerzas revolucionarias en todo el mundo. Este es, al menos por su magnitud, un fenómeno nuevo, que relega al pasado la situación de agudo aislamiento en que se encontraron las corrientes revolucionarias en la década de los años treinta. En estas condiciones el objetivo para nosotros no puede ser otro que la recomposición política y organizativa del movi­miento revolucionario en su conjunto sobre la base de un intenso y persistente esfuerzo por abrir paso a una compren­sión común de los grandes problemas y desafíos que encara la lucha por el comunismo en nuestros días.

No obstante, el rol que los marxistas revolucionarios están llamados a desempeñar en este esfuerzo de recomposición del movimiento revolucionario a escala mundial es absolutamente insustituible. Pero no como meros "consejeros" de los "revo­lucionarios en la acción" (como concibe actualmente su papel el "trotskismo de cátedra") sino como su genuino destacamen­to de vanguardia. Para que nuestros "consejos" sean acogidos con real interés y respeto por otras fuerzas revolucionarias es preciso, primero, que sean efectivamente consistentes con la realidad actual de la lucha de clases y, segundo, que estén avalados por nuestra firme determinación de hacerlos fructificar a través de la práctica. Este combate no será fácil. Habrá que vencer muchas resistencias y muchas dificul­tades. Será preciso librar una dura batalla política e ideológica en contra de todos los signos de atraso y de estre­chez política presentes en estas corrientes. Pero a diferen­cia de lo que caracteriza nuestro combate en contra del oportunismo y la traición de las corrientes reformistas, nuestro objetivo aquí no es la necesaria destrucción de las organizaciones a las que dirigimos nuestras críticas y empla­zamientos, sino la progresiva convergencia política y progra­mática en base a los principios de Marx, Lenin y Trotsky. Debemos esforzarnos pacientemente por llevar al seno de estas corrientes y hacer prevalecer en ellas aquellas posiciones que representen con mayor consistencia y fidelidad el punto de vista del proletariado. La recomposición del movimiento revolucionario a escala mundial, a la que una sistemática y perseverante labor de este tipo puede y debe abrir paso en las actuales circunstancias históricas, representa sin duda alguna un objetivo de primerísima importancia en el marco de una estrategia revolucionaria global llamada a orientar y dar un impulso decisivo a la lucha por el comunismo en el mundo de hoy. Las fuerzas que se reclaman del trotskismo no deben permanecer al margen de esta batalla. Tienen, por el contra­rio, el deber de asumir en ella un rol protagónico. Pero para ello es indispensable que comiencen por realizar un efectivo, serio y honesto esfuerzo de clarificación programática y que evidencien al mismo tiempo una real voluntad de asumir en la práctica todas sus consecuencias. Por ahí hay que empezar. Sólo habiendo avanzado decisivamente en este plano los mar­xistas revolucionarios estarán en condiciones de situar su comprensión del problema y sus soluciones sobre un terreno verdaderamente fértil y comenzarán a cobrar sentido las ini­ciativas y acercamientos de carácter estratégico que pueden ser factibles con otras fuerzas revolucionarias.

Por todo lo anterior, no es difícil comprender que para avanzar hoy en la efectiva superación de la "crisis histórica de la dirección revolucionaria" no caben ni las actitudes de secta ("sólo los trotskistas") ni tampoco las actitudes li­quidadoras ("no es necesario levantar la bandera del trots­kismo"). La LCCH rechaza por igual ambas posturas que por su errónea y estéril unilateralidad sólo nos alejan de la posi­bilidad de alcanzar una solución positiva a este problema. En última instancia, ellas contribuyen únicamente a prolongar la actual situación de crisis de dirección revolucionaria del proletariado. Por ello nuestra reflexión actual sobre la realidad presente del MTI y sus trágicos errores no apunta prioritariamente a un debate con la "gran familia del trots­kismo", aunque desde luego esa discusión también es necesa­ria, sino a reorientar sólidamente el conjunto de nuestra propia práctica internacionalista y revolucionaria sobre la base de estas dos premisas fundamentales: primero, la necesi­dad de recobrar el hilo de continuidad teórica del marxismo revolucionario, roto por la caída del MTI en el dogmatismo y el empirismo, para avanzar resueltamente hacia una nueva síntesis programática y, segundo, la necesidad de una decidi­da apertura y acercamiento hacia el conjunto de las fuerzas revolucionarias que existen en la actualidad con el propósito de marchar junto con ellas hacia una efectiva, vigorosa y fecunda recomposición política del movimiento obrero y popular.

La convergencia que impulsamos sólo es posible en base a los principios de Marx, Lenin y Trotsky, pero asimilados como parte de un pensamiento revolucionario vivo, abierto a las nuevas realidades de la lucha de clases. Rechazamos decidida­mente toda fetichización dogmática del marxismo y reconocemos como premisas fundamentales de la perspectiva revolucionaria, entre otras:

1) La elemental constatación de que vivimos actualmente en un mundo extremadamente interrelacionado y centralizado. Por primera vez en la historia de la humanidad el proceso de producción ha adquirido en nuestra época un carácter efecti­vamente universal. Pero esta internacionalización de las relaciones sociales de producción, y por tanto también de las clases e ideologías, se ha efectuado bajo la hegemonía del gran capital imperialista, vale decir sometiendo implacable­mente a la inmensa mayoría de los seres humanos a condiciones de brutal explotación. Actualmente resulta imposible alcanzar la plena realización de los objetivos de emancipación nacio­nal y social de nuestros pueblos sin proponerse al mismo tiempo un cambio radical del sistema de relaciones económi­cas, sociales y políticas imperantes en el mundo de hoy. El enemigo principal de la humanidad que anhela construir un mundo de paz, solidaridad y justicia no es otro que el gran capital imperialista y sus principales instrumentos de poder político y militar, concentrados hoy en torno a las gigantes­cas compañías transnacionales norteamericanas y al gobierno de los EEUU. Es contra ellos que los pueblos del mundo deben concentrar todos sus fuegos. Es de esta realidad objetiva y sus ineludibles desafíos que fluye la necesidad imperativa de empuñar la bandera del internacionalismo. A la estrategia contrarrevolucionaria global del imperialismo debemos oponer una estrategia revolucionaria también global de todos los trabajadores y pueblos oprimidos de la tierra.

2) La sobrevivencia de la humanidad se halla amenazada por nuevas y gravísimas realidades: la gigantesca dimensión del armamentismo con sus inmensos arsenales nucleares y el riesgo siempre latente de una nueva guerra mundial; la rápida y creciente devastación del medioambiente; el extraordinario crecimiento de las desigualdades económicas y sociales que condena de muerte o a una frágil, miserable y desesperanzada sobrevivencia a millones de personas hambrientas y desampara­das. Todas estas pavorosas y catastróficas realidades proce­den en última instancia de la sobrevivencia del capitalismo a su propia crisis histórica. Son los efectos destructivos de su prolongada agonía. Debemos salir resueltamente al paso de estas graves amenazas organizando en todo el mundo una deci­dida lucha por erradicarlas, conscientes de que ello necesariamente implica la eliminación del sistema que las ha origi­nado. Sólo una economía mundial planificada sobre bases so­cialistas es capaz de terminar con la amenaza de una nueva guerra, proteger efectivamente el medioambiente y liquidar de raíz la cruda realidad del subdesarrollo, asegurando una expansión sin precedentes de la riqueza material y cultural de la humanidad.

3) La bandera de la revolución política antiburocrática cons­tituye un punto de apoyo fundamental en la lucha por el avance victorioso de la humanidad hacia el comunismo. Ella apunta al objetivo clave de una profunda democratización de la vida política y cultural de los Estados obreros capaz de concitar el respaldo y la adhesión entusiasta de las amplias masas obreras y populares del planeta a la gran causa de su verdadera emancipación. No obstante, esta lucha se encuadra en todo momento en el marco de la lucha principal contra la barbarie imperialista. Para el proletariado mundial cada batalla forma parte de un combate mayor que se orienta por objetivos muy claros y muy precisos: se trata de defender y extender vigorosamente todas las conquistas alcanzadas en la lucha emancipadora. Vivimos una época revolucionaria, la época de la revolución permanente. De esa revolución que es convocada y alimentada día tras día por la crisis conjunta del imperialismo y los regímenes burocráticos, pero no sim­plemente como instintiva expresión de rechazo y frustración, sino como consciente proyecto de futuro y esperanza. La lucha por el socialismo es ante todo un combate por la dignifica­ción del ser humano en todo sentido, un combate por la justi­cia, la solidaridad y la decencia. La democracia y el socia­lismo, es decir la efectiva y plena soberanía del pueblo en todos los ámbitos de la sociedad, son las caras inseparables de una misma moneda.

4) Según reza un viejo proverbio, la hipocresía es el home­naje que el vicio rinde a la virtud. El que la burguesía mundial no pueda ya sostener en pie su sistema de explotación sin hacer de ella su principal recurso "ideológico" constitu­ye todo un reconocimiento del ocaso histórico de su dominio de clase. La bandera de los derechos humanos, que testimonia el firme y creciente enraizamiento alcanzado por los grandes anhelos de justicia en la conciencia digna de los pueblos, no pertenece a aquellos genocidas que no vacilaron en arrojar bombas atómicas contra la población civil de Nagasaki e Hiroshima, cometer horrendos y masivos crímenes en Indonesia, azotar implacablemente a Vietnam con napalm, bombas y gases venenosos, ensañarse cobardemente con los refugiados de Sabra y Chatila, secuestrar, torturar y asesinar a miles de oposi­tores en Chile, Argentina y Uruguay o sostener a un execra­ble régimen racista en Sudáfrica. Esa bandera ha pasado definitivamente a manos del proletariado y se confunde hoy plenamente con su grandiosa causa emancipadora. Pertenece a todos quienes combaten por un mundo mejor, contra los abusos, la discriminación, los privilegios y la barbarie en todas sus formas. Sin conciliar ni un sólo instante con quienes preten­den identificar la bandera de los derechos humanos con el régimen de la esclavitud asalariada, los revolucionarios la asumen consecuentemente denunciando sin desmayo la arbitra­riedad y la brutalidad cavernaria del imperialismo y todos los regímenes represivos.

5) Los grandes desafíos que hoy encara la humanidad concier­nen a hombres y mujeres de las más diversas creencias e ideologías. Tenemos el deber de hacer de este mundo un hogar seguro, confortable y próspero para todos los seres humanos de la presente y las futuras generaciones. Esa es la gran responsabilidad colectiva que encaramos. El conflicto funda­mental de nuestra época no es el que se libra entre distintos modos de concebir el significado de la vida o los misterios del universo, sino el que opone a las fuerzas que luchan por construir un mundo nuevo, en el que imperen plenamente la justicia y la solidaridad, y aquellas que sostienen tenazmen­te la vigencia del actual estado de cosas. Por ello valoramos positivamente el surgimiento y desarrollo de movimientos que, partiendo de sus propias premisas ideológicas, oponen resistencia a la tradicional manipulación de los sentimientos religiosos con propósitos reaccionarios y se incorporan leal­mente al vasto torrente revolucionario de la humanidad pro­gresista.

Asumiendo tales premisas en calidad de combatientes comunis­tas que orientan su acción por los principios de Marx, Lenin y Trotsky, propiciamos la convergencia de todas las fuerzas revolucionarias que concuerden en los siguientes objetivos:

1) Respaldar decididamente la construcción y desarrollo en todos los países de partidos revolucionarios organizados en torno a un programa y una estrategia que sean genuina expre­sión del punto de vista del proletariado en la lucha de clases y que, mediante una acción política basada en la intervención directa de las masas, se esfuercen por abrir paso a su hegemonía de clase sobre el conjunto de la sociedad.

2) Brindar activo apoyo político a todas las luchas de carác­ter antiimperialista, por limitadas que éstas sean, sin dejar de desplegar al mismo tiempo todos los esfuerzos que sean posibles y necesarios para destacar y fortalecer en el seno de estos combates el rol dirigente que les corresponde asumir a las fuerzas más consecuentemente revolucionarias.

3) Asumir la defensa incondicional de los Estados obreros ante cualquier amenaza o intento de agresión del imperialismo y ante toda tentativa de restauración del capitalismo, brin­dando al mismo tiempo un decidido respaldo a todas las pro­puestas, iniciativas y movimientos que apunten hacia una efectiva y plena democratización de la vida política en esos países.

4) Dar impulso a una activa y consecuente política de paz y cooperación entre los pueblos, de defensa y preservación del medioambiente y por una efectiva redistribución internacional de la riqueza a favor de los pueblos y naciones más posterga­dos mediante el establecimiento de un nuevo orden económico internacional sobre bases de real equidad y justicia.

5) Bregar incansablemente y por todos los medios a favor de una efectiva y completa erradicación de toda forma de discri­minación y violencia basada en consideraciones de raza, na­cionalidad, sexo, edad, identidad cultural, ideas políticas, fe religiosa u otras.

En base a estos cinco principios básicos de intervención política nos comprometemos a realizar todos los esfuerzos que estén a nuestro alcance por avanzar en el camino de la con­vergencia y unificación, tanto a escala nacional como inter­nacional, de todas las fuerzas genuinamente revolucionarias. Esa será la mejor reivindicación del legado programático que hemos recibido de las generaciones revolucionarias que nos precedieron. ¡Empuñamos orgullosamente la bandera internacio­nalista, democrática y revolucionaria del comunismo y nos hemos comprometido a llevarla a la victoria!


Considerando todo lo expuesto en el documento precedente, la LCCH adopta la siguiente resolución:


RESOLUCION DEL TERCER CONGRESO DE LA LCCH SOBRE LA CRISIS DE LA IV INTERNACIONAL Y LA LUCHA POR UNA NUEVA DIRECCION REVOLUCIONARIA MUNDIAL DEL PROLETARIADO

1) La LCCH reivindica plenamente la perspectiva programática sobre la que se constituyó en 1938 la IV Internacional. El combate de la IV Internacional representó entonces la conti­nuidad teórica, política y organizativa del bolchevismo fren­te a esa brutal y monstruosa degeneración dogmática y totali­taria del marxismo representada por el estalinismo. Sustentán­dose firmemente sobre los principios de Marx y de Lenin, su programa revolucionario fue la expresión más clara, elevada y coherente del punto de vista del proletariado en la lucha de clases contemporánea.

2) La reivindicación programática de la IV Internacional no implica una fijación al pasado o una dogmática veneración de textos sagrados. Significa simplemente que consideramos com­pletamente vigentes, y por tanto hacemos nuestros, los prin­cipios y objetivos fundamentales que inspiraron y orientaron su lucha. El pensamiento y la acción revolucionaria no tienen ni pueden tener nada en común con dogmas o idolatrías. La rica experiencia de las luchas pasadas del movimiento obrero es un arma de combate, no una leyenda bíblica.

3) No se puede desconocer que, en varios aspectos de impor­tancia, la situación de posguerra no confirmó la validez de los pronósticos de corto plazo contenidos tanto en el docu­mento programático aprobado por el Congreso de fundación de la IV Internacional como en otros numerosos escritos de Trotsky. Los acontecimientos siguieron en lo inmediato un rumbo diferente, que ha aplazado por varias décadas el triunfo definitivo de la revolución proletaria mundial, aunque sin cuestionar en lo esencial la perspectiva general trazada por ese programa para toda esta época histórica.

4) Las organizaciones vinculadas a la IV Internacional, por diversas razones, se mostraron a su vez incapaces de reade­cuar consistentemente la perspectiva programática general del Congreso de 1938 a las nuevas realidades políticas de la posguerra. Ello condujo inexorablemente a una crisis de una amplitud y profundidad cada vez mayor en las filas de la IV Internacional, tornándola incapaz de representar en los hechos el papel para el que había sido creada. Las sucesivas divisiones que ha experimentado a partir de entonces constituyen la manifestación más clara de esta debacle.

5) La LCCH no reconoce a ninguna de las corrientes que se reclaman actualmente de la IV Internacional como legítima heredera y continuadora de su programa. Considera, por el contrario, que todas ellas portan indebidamente esa bandera. En los hechos, la IV Internacional fue programática, política y organizativamente destruida por los principales líderes de todos aquellos agrupamientos que hoy se disputan la represen­tación del "movimiento trotskista internacional". La realidad política de esas corrientes no es hoy la del comunismo revo­lucionario sino la de diversas variedades de centrismo.

6) La gran tarea que los marxistas revolucionarios tienen ahora ante sí en el plano internacional es la de contribuir activa y protagónicamente a una recomposición programática, política y organizativa del amplio movimiento revolucionario que ha surgido y se ha desarrollado en todos los continentes en el curso de las últimas décadas. De lo que hoy se trata es de hacer converger en todos los planos la acción de sus diversos destacamentos, exhortándolos a asumir en plenitud la perspectiva del auténtico comunismo.

Liga Comunista de Chile
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