9. Consideraciones finales


Más allá de la limitada envergadura que logró alcanzar su accionar, cabe preguntarse por el significado político de la experiencia de los veinte años de existencia de la Liga Comunista de Chile, años transcurridos en su mayor parte bajo las sombras de la lucha clandestina, haciendo frente a las duras y difíciles condiciones impuestas por el terrorismo de Estado con que la dictadura se empeñaba en "extirpar el cáncer marxista". Lo primero que hay que señalar a este respecto es que no se trató de una experiencia política caprichosa, motivada por consideraciones subalternas o insuficientemente justificadas, sino sustentada en claros y sólidos fundamentos y apreciaciones políticas. En efecto, el surgimiento de un nuevo agrupamiento político se justifica por la singularidad y robustez tanto del proyecto histórico que orienta su lucha como de las líneas de acción que él propugna en la práctica política contingente. En ambos casos la existencia de la Liga correspondió a una definida y debidamente justificada necesidad política, buscando encarnar de manera consistente el punto de vista del proletariado en la lucha de clases. Este se plasmaba para ella en un proyecto histórico revolucionario, irreductiblemente clasista, internacionalista y democrático, y en una línea de acción política de clara independencia de clase, dirigida no a la búsqueda de acuerdos cupulares de todas las fuerzas "progresistas" para humanizar el capitalismo -como en definitiva lo hacía el grueso de la izquierda- sino a nutrirse, ante todo, del impulso a la organización y movilización combativa de las masas para lograr liquidarlo.

Es por ello que, aun cuando su propia existencia como organización política se viera interrumpida, el proyecto político que ella encarnaba y que se esforzó por viabilizar continúa manteniendo, en todo lo fundamental, una plena vigencia. En efecto, a pesar de la intensa y persistente cobertura ideológica que le brindan los principales medios de comunicación de masas, presentándolo como el único o más conveniente sistema social posible, la verdad es que la existencia del capitalismo, en cualquiera de sus variantes, es la fuente indiscutible no solo de las mayores injusticias, abusos y atropellos que se hacen sistemáticamente presente en el mundo de hoy, sino también de los más graves problemas y amenazas que encara la humanidad. Mientras las fuerzas productivas han alcanzado ya un desarrollo tan formidable que hace materialmente posible ofrecer al conjunto de la población del planeta condiciones de vida efectivamente dignas y seguras, con reales oportunidades de realización individual para todos, los criterios de racionalidad económica capitalistas, centrados en la valorización del capital como ley suprema, no cesan de incrementar, tanto a escala global como nacional, la desigualdad, la precarización y la exclusión social, agudizando los conflictos de intereses, incentivando la discriminación de todo tipo, intensificando la represión policial, fomentando el armamentismo y dando curso a una desaprensiva destrucción del medio ambiente natural.

Frente a esa contradictoria y paradójica realidad, se alza como única y real solución la necesidad de poner ese formidable desarrollo de las fuerzas productivas al servicio del supremo objetivo de valorizar la vida. Ello necesariamente exige la socialización de las fuerzas productivas de importancia estratégica, poniéndolas bajo un control democrático efectivo de la población, es decir, supone la liquidación del capitalismo como sistema económico para sustituirlo por el socialismo. Ello permitiría reorientar directamente la producción de bienes y servicios para dar una real satisfacción a las necesidades sociales largamente postergadas en ámbitos básicos tan relevantes como la educación, la salud y la vivienda, optimizando a la vez el empleo de los recursos productivos a través de una planificación centralizada y democrática de la economía y distribuyendo la riqueza socialmente generada de manera socialmente justa. De ese modo se haría posible el acceso de toda la población a condiciones de vida suficientemente dignas y seguras, sin dejar de considerar también el real mérito de las contribuciones de cada cual al esfuerzo colectivo. Si esto no sucedió en los países del llamado "socialismo realmente existente", acogido y apoyado de manera acrítica por la mayor parte de la izquierda, fue porque la socialización de los medios de producción no fue allí acompañada de una socialización equivalente de las decisiones, las cuales fueron monopolizadas por una burocracia estatal chovinista, autocrática y privilegiada.

En otro plano, relacionado con la tradición de lucha de la que asumía ese proyecto histórico emancipador y esa orientación de lucha clasista y revolucionaria, al menos durante la primera de esas dos décadas -sin duda la más riesgosa y difícil de ellas-, la Liga Comunista fue la única expresión política realmente existente del trotskismo en Chile, logrando desarrollar una constante y meritoria actividad de difusión y promoción de sus concepciones programáticas y de impulso a la lucha de la resistencia obrera y popular contra la dictadura. El gran significado político que esto reviste para la aún pendiente tarea de construir un genuino partido marxista revolucionario en Chile es algo que algunas corrientes que también se reclaman de esa noble y heroica tradición de lucha aún no logran aquilatar en su real dimensión, aprisionados en un estrecho, pernicioso y autodestructivo espíritu de secta.

En efecto, durante el crítico periodo histórico de 1970-73, antes de que se desarrollara la experiencia de la Liga, y en clara disonancia con el aplomo y dinamismo que como corriente política llamada a representar la continuidad del marxismo revolucionario en el plano político debía exhibir, el trotskismo solo lograba proyectar en Chile una pálida imagen de sí mismo. No solo debía hacer frente a los efectos de la persistente e infame campaña de tergiversación histórica y grosera difamación desplegada durante décadas en su contra por el poderoso aparato propagandístico del estalinismo, sino también al deslucido aspecto político que mostraban sus pequeños círculos chilenos, permitiendo que en el resto de la militancia de izquierda se los pudiese calificar despectivamente como "revolucionarios de café". Se los veía como simples grupos de diletantes, a los que gustaba teorizar sobre lo humano y lo divino, pero mostrándose incapaces de exhibir el dinamismo y espíritu de lucha requerido para desplegar una real y enérgica intervención política revolucionaria. Una situación que invitaba a recordar la célebre y justa observación crítica que formula Marx en su XI tesis sobre Feuerbach.

El claro testimonio de lucha aportado por la Liga Comunista en los años de la tenaz resistencia contra la dictadura permitió al menos ir dejando atrás la empobrecida e inmerecida imagen que había proyectado en el Chile de entonces la rica y gloriosa tradición revolucionaria heredada por la oposición al estalinismo liderada por León Trotsky. Este efecto era, por lo demás, algo enteramente comprensible si se considera que, para la inmensa mayoría de quienes militan en un partido de izquierda, la decisión de hacerlo obedece, ante todo, al significado eminentemente práctico que ello tiene. La decisión de incorporarse a sus filas suele responder al deseo de realizar -aun a riesgo de tener que pagar un alto precio por ello- un aporte efectivo al esfuerzo colectivo requerido para impulsar la lucha por una real transformación social emancipadora. A través de su persistente accionar práctico en las adversas condiciones de clandestinidad en que debió desarrollar la mayor parte de su labor, la Liga Comunista supo ganarse en tal sentido el reconocimiento y el respeto del resto de la militancia de izquierda.

Sin embargo, es del todo evidente que, a pesar de sus esfuerzos, debido a las adversas contingencias que debió encarar y al carácter que en definitiva alcanzó a revestir su labor, la Liga no logró superar su condición inicial de grupo de propaganda revolucionaria. Si bien pudo alcanzar un incipiente grado de enraizamiento en sectores de la juventud trabajadora, pobladora y estudiantil, principalmente en la región metropolitana, ello no fue suficiente para que lograse dar el salto que le permitiera convertirse en un partido revolucionario con real arraigo e influencia de masas. En esto, como también le ocurrió al resto de las organizaciones más definidamente clasistas de la izquierda, debió pagar tributo al peso de las viejas tradiciones políticas, que desde 1983 comenzaron a incidir decisivamente de nuevo sobre el curso que tomaban los acontecimientos en el plano político nacional. En efecto, el escenario político que se fue configurando entonces, con la activación de la masiva y explosiva protesta social contra la dictadura que comenzó a desarrollarse a partir de aquel año, se vio decisivamente copado por el liderazgo e incidencia que lograron establecer en él las cúpulas políticas de la oposición burguesa, contando para ello con la entusiasta complicidad del "socialismo renovado".

Habiéndose mostrado luego dispuestas a dar curso a una "transición pactada a la democracia", las principales expresiones y figuras de la oposición burguesa, tanto en el plano político como del movimiento social, pudieron contar tanto con el importante respaldo del imperialismo como con la tolerancia que terminó brindándoles la propia dictadura. Para un gravitante sector de la clase dominante, esos liderazgos se proyectaban como un eficaz dique de contención y una posibilidad cierta de encauzamiento pacífico de la creciente indignación popular. Ello les permitió ganar un fuerte protagonismo político, presentándose como la única opción realista frente a la dictadura, arrastrando en torno suyo a la mayor parte de las cúpulas de la vieja izquierda. Evidentemente, el comportamiento político pusilánime y conciliador de estas últimas, abocadas a contener el radicalismo de la lucha y buscando desactivar la dinámica rupturista de la movilización popular, contribuyó decisivamente a ese resultado. A la postre, el éxito que lograron en esa labor, les permitió neutralizar la incidencia de las corrientes más radicalizadas de la izquierda, propinándole a algunas un golpe de gracia y empujando a otras, por un largo periodo, hacia los márgenes del escenario político.

9.1. La importancia de la labor desplegada por la Liga

A pesar de lo anterior, no cabe subestimar la importancia de la labor política desarrollada por la Liga a lo largo de sus dos décadas de existencia. Sin duda lo más valioso de esa labor estuvo referido al carácter de las ideas que se esforzó en propagar como parte de su esfuerzo por impulsar la reconstrucción de la izquierda como fuerza política gravitante, pero sobre una base política, programática y estratégica radicalmente distinta a la que la había llevado a la derrota en 1973. En efecto, la Liga se empeñó en cultivar y propagar en el plano político una concepción de la lucha revolucionaria que contrastaba claramente con las prácticas reformistas y centristas de sus grandes aparatos partidarios. Y en un plano teórico mayor, haciendo suyo y cultivando un tipo de marxismo que, sintonizando con sus ideas originarias, se había hecho prácticamente desconocido entre los partidos y la militancia de la izquierda chilena. En rigor, el marxismo propiamente tal se había visto fuertemente eclipsado y distorsionado en ella por varias décadas de hegemonía ideológica de la vulgata estalinista en sus distintas versiones, encontrando solo una parcial y débil resistencia de parte de sus corrientes más críticas.

Fue así que la Liga se caracterizó por difundir las ideas de un marxismo vivo, permanentemente atento a los constantes cambios que se operan en la realidad social -dialécticamente concebida como una totalidad orgánica- a fin de descifrar sus verdaderos alcances, significados y consecuencias. De un marxismo irreductiblemente crítico, y por lo tanto refractario a todo tipo de dogmas y juicios de autoridad, interesado en lograr una comprensión unificada, sintética y actualizada del mundo social, asumiendo sus más relevantes condicionamientos, dinámicas y contradicciones. Buscando incentivar la formación de sus militantes en ese espíritu crítico es que, en lugar de la simple lectura de manuales, la Liga promovió siempre el estudio atento y crítico de los clásicos del marxismo y de relevantes autores contemporáneos como Kosik, Lukács, Mandel y tantos otros. Y en esa misma perspectiva, acorde con el espíritu de la ciencia en el ámbito de la realidad social, puso siempre en guardia contra las sesgadas y parcializadas visiones dominantes en los medios académicos, en su mayoría construidas en base a un individualismo metodológico que lleva a desarrollar conocimientos sobre la mera interacción entre una multitud de sujetos atomizados, pasando por alto con ello e invisibilizando a la sociedad misma como objeto central de estudio.

Desde luego, tal interés de conocimiento no nace con ni se circunscribe al empeño que realiza una organización política como la Liga, pero no constituyendo ese el campo preferente de su accionar ella se comprometió activamente con su promoción en todos sus posibles ámbitos de desarrollo. En el plano central de su labor, que por cierto era el propiamente político, la Liga buscó dar forma y contenido a un proyecto de transformación revolucionaria de la sociedad dirigido a terminar con la explotación del hombre por el hombre y a establecer en su lugar relaciones de convivencia solidaria y fraterna entre las personas así como de intercambio armónico con la naturaleza. Y en este plano encontró su más importante fuente de apoyo en la rica experiencia acumulada por el movimiento revolucionario de la clase obrera, magistralmente sistematizada en la obra de Marx, Engels, Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky, Gramsci y otros, en clara sintonía con la perspectiva internacionalista de la democracia y el socialismo. Esta fue la veta de pensamiento político que nutrió su actividad revolucionaria y que ella se empeñó en arraigar en el seno de la izquierda chilena, defendiendo en su seno una línea de acción basada en la independencia de clase y en el impulso a una movilización unitaria, democrática y combativa de las masas obreras y populares.

Con todas sus limitaciones, no se puede pasar por alto que es justamente el persistente y continuado despliegue de esta labor de rescate y elaboración teórica, traducida luego en una práctica militante capaz de nuclear y orientar, a través de la agitación y la propaganda, el accionar político de al menos una parte de la vanguardia revolucionaria, lo que permite ir sentando las bases y abriendo paso a un proyecto político revolucionario suficientemente serio y consistente. Y en esto radica, a pesar de todas sus limitaciones, el principal mérito de la experiencia política de la Liga Comunista, más allá de lo acotado de la intervención que logró o hubiese logrado desarrollar en algún sector particular del movimiento obrero y popular. No se trata, por cierto, de que las ideas estén necesariamente primero y de que incluso puedan prosperar en ausencia de condiciones materiales propicias. Pero por sí solas esas condiciones materiales tampoco son suficientes para hacer posible un cambio social significativo. Ellas siempre necesitan ser fecundadas por el desarrollo de una conciencia -en este caso de una robusta conciencia de clase- capaz de transformar las posibilidades existentes en realidades efectivas.

El haber comprendido y enfatizado esta necesidad es uno de los grandes méritos de Lenin y su teoría del partido político revolucionario. "Sin teoría revolucionaria tampoco puede haber movimiento revolucionario" sostuvo como fundamento de su crítica al espontaneísmo, agregando luego que el movimiento revolucionario es el resultado de la fusión entre el movimiento obrero y las ideas socialistas. Esto es así porque, dadas las condiciones de existencia bajo el sistema de explotación capitalista, tales ideas, científicamente fundadas y sistematizadas en un programa, una estrategia y una línea de acción revolucionaria, no pueden surgir de manera espontánea del seno mismo de las masas trabajadoras, no solo materialmente explotadas sino también en su mayor parte sometidas a la persistente influencia ideológica de la clase dominante. Inevitablemente esas ideas son, ante todo, el resultado de la labor crítica desarrollada por aquellos militantes revolucionarios que, vital y orgánicamente comprometidos con la causa de los trabajadores, se empeñan en dar forma clara y definida a un proyecto d emancipación social. En consecuencia, ellas necesitan ser luego sistemáticamente difundidas en las filas del movimiento obrero y popular, para ser convertidas en acción práctica revolucionaria en lucha constante contra la influencia de las diversas variantes de la ideología dominante. Tal es el papel que está llamado a desempeñar, justamente, un partido revolucionario.

Hay quienes se resisten a aceptar este planteamiento y solo creen ver en él un oscuro y pernicioso afán de dominio de algunos grupos de presuntos "iluminados" sobre la gran masa de los trabajadores. Pero, en realidad, el planteo leninista solo se limita a constatar algo que salta a la vista: si una conciencia socialista surgiera por sí sola de las condiciones de explotación a que son sometidos quienes solo viven de su propio esfuerzo, y que constituyen la inmensa mayoría de la población, el capitalismo -o cualquier otra forma de explotación de clase- no podría sostenerse en pie ni por un minuto. Si lo hace y resulta extremadamente difícil derribarlo es, precisamente, debido a la ausencia o debilidad de una real conciencia de clase de los explotados, mayoritariamente sometidos a la influencia de la ideología dominante, que en toda sociedad de clase es la ideología de la clase dominante. Una conciencia de clase que, además, emerge y se desarrolla cada vez con más dificultad en las masas trabajadoras bajo las condiciones de un capitalismo crecientemente globalizado y diversificado, que en su propio desarrollo va jerarquizando, segregando y dispersando espacialmente a la clase trabajadora. En efecto, sin compartir unas similares condiciones laborales y salariales, se va tornando cada vez más difícil que los trabajadores puedan adquirir de una manera relativamente espontánea incluso una clara identidad de clase.

En consecuencia, aun siendo claro que "las armas de la crítica no pueden sustituir a la crítica de las armas" y que, por lo tanto, ellas necesitan imperativamente convertirse primero en una fuerza material para poder prosperar, siendo primordialmente la misión del partido revolucionario el lograr que esto ocurra -buscando unir y cohesionar para ello a todos los segmentos de la clase trabajadora-, esa cada vez más compleja realidad material de la clase trabajadora y las dificultades que conlleva no hacen más que resaltar la enorme y trascendental significación de su labor cultural. En tal sentido, la tarea de las tareas de un proyecto político revolucionario es crear, propagar y lograr enraizar en las masas explotadas una clara conciencia política de su situación de clase y de un proyecto histórico orientado hacia su real y definitiva emancipación social. En las condiciones del capitalismo avanzado de hoy el partido revolucionario encara el enorme desafío de constituirse, a contracorriente del torrente ideológico de las formas de conciencia social y sentido común hegemónicos -que se encuentran necesariamente en sintonía con los intereses de la clase dominante-, en el polo de irradiación de una conciencia social y de un sentido común contrahegemónicos, como portador del proyecto histórico de emancipación de los trabajadores.

Por otra parte, dadas las grandes desigualdades en cuanto a experiencia, conocimientos e interés político que es posible constatar entre los sectores explotados, no es realista esperar que esto pueda suceder de manera homogénea. La dialéctica de la construcción partidaria supone por ello tener debidamente en cuenta las inevitables asimetrías asociables a las categorías de partido revolucionario, vanguardia social y amplias masas populares, buscando articular sobre esa base las ideas, los diseños organizativos y la acción política. Si bien en el seno del "movimiento trotskista internacional" parece haber una clara conciencia teórica sobre esto, la experiencia de la Liga le permitió constatar que no siempre parece haber habido una similar comprensión de lo que en el plano político-práctico esto significa -sobre todo con respecto a quienes se ven en la necesidad de desarrollar su actividad bajo los rigores de la lucha clandestina- y sus inevitables implicancias en al menos dos planos estrechamente vinculados: a) el imperativo de proteger la capacidad de acción del partido ante un enemigo dispuesto a todo para destruirla, lo que exige mantener una actitud vigilante frente a él y preservar una elevada moral de combate en toda la militancia; b) las inevitables restricciones y precauciones que esto impone al pleno ejercicio de la democracia partidaria, sobre todo en el plano de la promoción de nuevos cuadros a las tareas de mayor responsabilidad, y el delicado, difícil y sacrificado rol que tales circunstancias demandan especialmente de las instancias de dirección revolucionaria.

9.2. ¿Por qué el proyecto de la Liga no logró prosperar?

Como sabemos, finalmente el proyecto que fundamentó y orientó todo el combate de la Liga Comunista no logró abrirse paso a través de ella misma hasta el punto de arraigar y consolidar una fuerza política cuya emergencia operase un cambio significativo en la fisonomía política de la izquierda. En consecuencia, cabe plantearse la pregunta: ¿Cuáles fueron las causas que lo explican? ¿Por qué un proyecto político tan consistentemente fundamentado y promisorio como este no logró abrirse paso? Lo primero y más elemental es atender al hecho de que en el campo de la lucha política nada está asegurado de antemano y que, por el contrario, todo es objeto de una disputa permanente. La propia racionalidad de un proyecto político, en el sentido de corresponder de una manera clara y profunda a los grandes problemas y desafíos planteados por una determinada época histórica, es de por sí insuficiente para asegurar su victoria. Todo depende de la lucha y en tal sentido continúa teniendo plena vigencia la disyuntiva a la que -formulada por Rosa Luxemburgo en medio de la carnicería de la primera guerra mundial- había sido arrastrada la humanidad por el agresivo desarrollo del capitalismo: socialismo o barbarie[1]. Solo que ahora, con un capitalismo mucho más globalizado y voraz, la barbarie está amenazando, de manera cada vez mayor, con arrastrar al suicidio colectivo de la especie humana, sea por efecto del cambio climático provocado por la desaprensiva y devastadora destrucción del medio ambiente natural o el eventual desencadenamiento de una catastrófica conflagración nuclear, perspectivas hacia las que empuja inexorablemente la insaciable sed de ganancias capitalistas en su incesante empeño por valorizar el capital.

Por otra parte, no es un dato menor el considerar que a lo largo de casi toda su existencia la Liga Comunista debió luchar a contracorriente, buscando remontar un sinnúmero de obstáculos y adversidades: el haber surgido en los márgenes de la escena política en la víspera misma del golpe de Estado, el haber iniciado su lucha con muy reducido contingente militante, el carecer de los recursos materiales y de vínculos relevantes en que poder apoyar luego su labor, el haber sido duramente golpeada en sucesivas ocasiones por la represión y, finalmente, el no haber recibido el apoyo político que necesitaba de parte del MTI y, peor aún, el haber tenido que soportar el "fuego amigo" que se le disparó luego desde sus filas. A pesar de todas esas circunstancias adversas, la Liga logró desarrollar, como se ha descrito a lo largo de este trabajo, una importante labor de agitación y propaganda, pero sin lograr que ella se tradujese finalmente en una acumulación sostenida de fuerzas y avances prácticos de una significación tal que le permitiesen comenzar a superar su inicial situación de marginalidad política (como lo fueron, por ejemplo, en la trayectoria del MIR, primero su triunfo en la FEC en 1967 y luego el haber logrado dar conducción a la toma de terrenos ocurrida en Santiago el 26 de enero de 1970, lo que le permitió ir adquiriendo una notoriedad y proyección política de alcance nacional).

Ello claramente se explica por la enorme asimetría que suponían por una parte dichas condiciones adversas y por la otra las comparativamente débiles fuerzas militantes que, intentando remontar las sucesivas pérdidas que la afectaron, la Liga logró congregar. Como una inevitable consecuencia de ello, esa misma asimetría se reprodujo también al interior de la propia organización partidaria. En el seno de la organización la responsabilidad de dar la debida organicidad y dinamismo al conjunto del trabajo partidario es una misión que le corresponde a sus instancias de dirección, demandando de ellas el mayor nivel de claridad política y compromiso militante. Sin embargo, la formación de una dirección colectiva suficientemente robusta, tanto por el número como por la calidad de sus cuadros, constituye un proceso de construcción extremadamente largo y complejo. La formación de cuadros debidamente capacitados y experimentados suele tomar años y la posibilidad de captarlos ya formados ofrece también sus propias complejidades. Y en la experiencia de la Liga, por su tamaño comparativamente reducido, todas estas dificultades se vieron, además, severamente acrecentadas por los golpes de la represión, de modo que constantemente la envergadura de los desafíos planteados por el desarrollo de los acontecimientos superaba holgadamente su real capacidad de intervención.

Cabe aclarar, sin embargo, que la experiencia de lucha revolucionaria desarrollada por la Liga Comunista nunca fue concebida como un empeño sectario. Ella no podía constituir más que un simple eslabón en esa larga e interminable cadena de esfuerzos dirigidos a hacer realidad el antiguo y anhelado sueño de emancipación del género humano, liberándolo de las cadenas que le han cerrado y aún le cierran a sus integrantes la posibilidad de gozar de una vida realmente digna, plena y segura, en la que los sujetos puedan realizar libremente todas sus potencialidades. Visto desde esta perspectiva, es indudable que su labor constituyó un efectivo aporte a esa gran causa colectiva de emancipación. Por otra parte, el hecho de que sus últimas iniciativas, dirigidas a intentar superar la profunda dispersión en que se encontraban en Chile las fuerzas clasistas y revolucionarias al término de la dictadura, tampoco prosperaran, dan clara cuenta del enorme nivel de confusión política que imperaba en ellas y, a consecuencia de ello, del gran peso inevitablemente alcanzado por las prácticas caudillistas que se hacían presentes en estas corrientes. Se desvalorizaba así la importancia de contar y organizar toda la actividad política sobre la base de claras definiciones programáticas, como fue siempre el sello distintivo de la labor desplegada por la Liga.

Pero esta es una lucha que mantendrá su vigencia mientras su gran objetivo no sea plenamente alcanzado. En definitiva, ese objetivo no es otro -hoy más que nunca ante la gran envergadura de las catástrofes y amenazas políticas, sociales y ambientales que nos impone la bárbara sociedad de clases en que vivimos- que la edificación de un nuevo tipo de relaciones sociales, efectivamente solidarias y fraternas, entre los seres humanos, capaces de asegurar una convivencia pacífica entre todos ellos y armoniosa con la naturaleza. En consecuencia, si a pesar de los altos costos humanos que esta perspectiva de lucha demandó de quienes fueron activos partícipes de ella, contrastados con los limitados resultados que finalmente fueron alcanzados, se les planteara a todos la pregunta ¿valió la pena? la única respuesta consistente posible sería un rotundo ¡sí!, ¡valió enteramente la pena! ¡Los esfuerzos y sacrificios desplegados a lo largo de aquellos años no fueron en vano! De algún modo esa semilla, que la Liga recogió de quienes le antecedieron en esta lucha y se esforzó por difundir y transmitir a quienes se incorporaban a ella, está destinada a germinar en la conciencia de las nuevas generaciones de combatientes sociales y políticos, aunque ellos mismos no lo sepan o no estén completamente conscientes de ello. ¡Y ciertamente se hará presente, cada vez con más fuerza, en las luchas del próximo futuro!


[1] En el texto titulado La crisis de la socialdemocracia alemana, escrito en prisión en 1915 -conocido también como "el folleto de Junius" por el seudónimo con que fue originalmente firmado-, Rosa Luxemburgo reflexiona sobre el significado del inmenso retroceso civilizatorio provocado por la devastación y carnicería de la primera guerra mundial en base a una profética observación previa de Engels en que plantea el dilema: "avance al socialismo o regresión a la barbarie". 

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