2. La identidad programática de la Liga Comunista: el significado de su identificación con el trotskismo


Para valorar la real significación del combate político desarrollado por la Liga Comunista a lo largo de toda su existencia como organización revolucionaria lo más importante no es atender al hecho de que debió librarlo en su mayor parte bajo el despiadado imperio del terrorismo de Estado. Eso a lo más destacaría, como en el caso de todos quienes tomaron parte activa de la resistencia obrera y popular a la dictadura, los riesgos y dificultades que ésta conllevaba así como el coraje y alto nivel de compromiso político de todos y cada uno de sus militantes. Lo que es indispensable conocer para poder apreciar el significado político de la lucha desarrollada por la Liga es su basamento programático, es decir, tomar en consideración los fundamentos de su actividad y de su proyecto político. Siendo tales fundamentos programáticos los que configuran y nutren las convicciones más profundas que orientan y explican la existencia y accionar de la Liga, el pasarlos por alto haría que gran parte de sus apreciaciones estratégicas o contingentes pudiesen parecer un tanto arbitrarias o, al menos, insuficientemente justificadas. De allí que debamos detenernos primero a realizar una breve descripción de ellos.

Lo más distintivo del proyecto político que sostuvo la Liga, diferenciándolo claramente del de las demás corrientes y organizaciones que configuraron el abigarrado espectro de la izquierda chilena en aquellos años, es su reivindicación de las ideas matrices del marxismo clásico, tanto sobre el terreno teórico -consistentemente dialéctico y materialista- como político -irreductiblemente clasista, internacionalista, democrático y revolucionario-, junto con la imperativa necesidad de conjugarlas con una actividad político-práctica que guardase clara correspondencia con ellas. En definitiva, esas ideas se ven plasmadas tanto en su concepción del socialismo -como el proyecto histórico emancipador propio de la época en que vivimos-, como en su visión estratégica sobre el tipo de lucha política que permite avanzar hacia su realización efectiva, aspectos ambos cuyo sujeto protagónico solo pueden ser los trabajadores. A la luz de todos los acontecimientos experimentados posteriormente, tanto a escala nacional como internacional, se trató de un proyecto político que, en sus aspectos sustantivos, continúa y continuará teniendo una incuestionable vigencia mientras no logre alcanzar su más efectiva y plena realización. En consecuencia, en este capítulo nos abocaremos a destacar los lineamientos centrales que en el plano programático orientaron a lo largo de toda su existencia la lucha política de la Liga, desarrollando en los capítulos siguientes, y en estrecha conexión con los altibajos que conoce en esos años la lucha de clases, sus concepciones estratégicas y sus propuestas tácticas.

2.1. El socialismo como proyecto histórico emancipador

Para las franjas más conscientes del pueblo trabajador, el horizonte político de la acción no puede ser otro que el del socialismo tal como fue originalmente concebido, es decir como proyecto histórico de emancipación, justicia y solidaridad, cuyos sujetos protagónicos son los propios trabajadores. En efecto, todos los fenómenos socialmente patológicos que observamos en el mundo de hoy, a pesar de las inmensas posibilidades que el incesante y dinámico desarrollo científico-técnico abre a cada paso, son manifestaciones del carácter opresivo, explotador y enajenante del sistema económico-social en que vivimos. Tal es el caso de las crecientes brechas de la desigualdad social,[1] de la pobreza y de la marginalidad, de las múltiples y diversas formas de discriminación, de las devastadoras guerras modernas y de la creciente y persistente destrucción del medioambiente. Este sistema, el capitalismo, que empujado por la lógica de la valorización del capital como fin rector de la actividad económica incentiva una insaciable búsqueda de ganancias individuales, desatando con ello una feroz competencia recíproca entre los diversos capitales, constituye la etapa cúlmine -como su forma más elevada, compleja, diferenciada y sofisticada- de la sociedad de clases en su ya largo proceso histórico de desarrollo. Muy lejos de ser un modo natural de convivencia entre los seres humanos, y como tal el único realmente posible, la sociedad de clases es solo una forma bárbara de organización social en que, en medio de una incesante lucha de todos contra todos, una minoría domina y explota a la inmensa mayoría.

Con el desarrollo dinámico de las fuerzas productivas a que este modo de producción ha dado lugar, bajo el capitalismo se profundizan cada vez más las contradicciones que son inherentes a toda sociedad de clases, llevando a su máximo nivel aquella que opone el carácter crecientemente social del proceso productivo con el carácter crecientemente individual de la apropiación de la riqueza socialmente producida. Sin embargo, con la rápida expansión de los tentáculos del sistema a todo el globo terrestre -el proceso de mundialización de la economía impulsado por el desarrollo del capitalismo-, las manifestaciones más dramáticas de esa contradicción solo resultan visibles en su real magnitud a una escala planetaria. Las cifras sobre los niveles de desigualdad social en el mundo son escalofriantes. En consecuencia, nunca había sido más clara como ahora la paradojal contradicción existente entre, por una parte, las inmensas posibilidades materiales creadas por el incesante desarrollo de las fuerzas productivas -especialmente por el incremento de la productividad del trabajo debida a los avances científico-técnicos incorporados a los procesos productivos- para asegurar a toda la población del planeta condiciones de vida suficientemente dignas y seguras y, por otra, la crónica incapacidad para lograrlo exhibida por el régimen social en que vivimos debido a la primacía que concede a los intereses individuales de una minoría sobre los intereses individuales y colectivos de la inmensa mayoría.

La intensificación de la lucha de clases, es decir de los conflictos materiales de interés entre ellas, o entre las distintas fracciones de una misma clase, conllevan, a su vez, una agudización equivalente de los conflictos políticos, tanto al interior de cada Estado nacional como en el plano internacional. Es eso lo que explica el carácter puramente formal de los regímenes políticos democráticos, su incapacidad cada vez mayor para sintonizar con los intereses, derechos y aspiraciones de la mayoría, su consecuente descrédito y su creciente autoritarismo, la restricción de las libertades, la intensificación de la represión y la proliferación de las dictaduras. Por otra parte, la valorización del capital en el contexto de la incesante competencia entre los capitales individuales los empuja a intensificar la explotación de los trabajadores, depredar desaprensivamente la naturaleza y desencadenar aquellos intensos conflictos de interés que han desembocado en las más grandes, devastadoras y mortíferas guerras que hemos conocido en toda la historia como un funesto rasgo distintivo de la época contemporánea.

Este caótico estado de cosas se ve luego masivamente justificado y naturalizado por aberrantes ideologías que, apelando a arraigadas supersticiones y exacerbando la incertidumbre ante lo desconocido, acrecientan los prejuicios, promueven el chovinismo e incentivan un extremo individualismo, en un persistente empeño por negar la posibilidad misma de una relación armónica entre los seres humanos y de éstos con la naturaleza. La ideología dominante, que es la que corresponde a los intereses de las clases dominantes, apela sin el menor escrúpulo, como un monstruo de mil cabezas, a todos los recursos imaginables para mantener a la población en un estado de masiva pero disimulada ignorancia, temor y sometimiento. Se llega incluso al absurdo de presentar el incesante desarrollo de las fuerzas productivas como una amenaza a los puestos de trabajo, pasando por alto que las reales causas del aumento del desempleo son las relaciones sociales existentes y la protección que ellas brindan a los intereses dominantes. El objetivo final de tales recursos ideológicos es la mantención del status quo social, impidiendo que la inmensa mayoría explotada y oprimida en una sociedad de clases logre cobrar clara conciencia de las reales causas de sus sufrimientos cotidianos y pueda actuar en consecuencia para superarlos. La ideología burguesa se complace en presentar su pensamiento cavernario como si fuese la máxima expresión de una modernidad que le habría permitido al individuo liberarse ¡por fin! de sus ancestrales responsabilidades para con sus semejantes y comenzar a preocuparse exclusivamente de sí mismo. Un ejemplo de esto es la amplia difusión que los círculos del gran empresariado chileno dieron después del golpe a un texto de Hayek cuyo sugestivo título es "El atavismo de la justicia social".

Ante esta inquietante y cada vez más amenazante realidad, solo una superación de las contradicciones que son inherentes a la sociedad de clases, lo que en el mundo de hoy significa la superación del capitalismo, puede representar una solución efectiva de estos graves problemas. En esa perspectiva, el proyecto socialista -que se propone sustituir la lucha de todos contra todos actualmente imperante por una cooperación fraterna, solidaria y consciente de todos con todos- se alza como la expresión de la lucha por la más amplia y profunda democratización de la sociedad a todos los niveles y en todos los ámbitos, proyecto que solo puede consumarse abarcando al conjunto de la humanidad. La fuerza irreductible del ideario socialista consiste precisamente en que sintetiza y expresa en el mundo de hoy ese viejo anhelo emancipatorio de hacer posible una convivencia realmente justa y solidaria, y por lo tanto pacífica y civilizada, entre todos los seres humanos. Ello solo es posible erradicando, de una vez y para siempre, toda forma de explotación, opresión y discriminación entre las personas y garantizando a todos una vida digna, segura y confortable. Es decir, poniendo fin a la división de la sociedad en clases con intereses antagónicos y, por tanto, a la propia lucha de clases.

De allí la inherente falsedad de la contraposición entre socialismo y democracia que suelen invocar los defensores del capitalismo. El socialismo, como proyecto histórico emancipador, es la expresión más clara y consecuente de un impulso democratizador efectivo, y en esa misma medida no puede ser identificado con ninguna forma de despotismo burocrático como las que, invocando impropiamente su nombre, se plasmaron en los regímenes estalinistas del autodenominado "socialismo real". Por el contrario, como lo señalaron explícitamente Marx, Engels, Luxemburgo, Lenin y Trotsky, la "dictadura del proletariado", por contraposición a la "dictadura de la burguesía", concebida por ellos de acuerdo a los criterios ensayados por la Comuna de París -sufragio universal, revocabilidad de los mandatos y un pago a los representantes equivalente a los de un obrero calificado-, estaba llamada a hacer realidad el pleno ejercicio de la soberanía popular, extendiendo como nunca antes los derechos y libertades ciudadanas y abriendo paso con ello al régimen político más democrático jamás conocido en la historia. En consonancia con tales criterios, la Liga Comunista siempre hizo suya, desde el momento mismo de su constitución como organización revolucionaria, la divisa proclamada orgullosamente -como primer considerando de sus estatutos- por la Primera Internacional: "la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los propios trabajadores".

2.2. El marxismo como fundamento científico de la lucha por el socialismo

El movimiento socialista y su proyecto de emancipación humana nace indisolublemente ligado a las luchas que, desde los albores mismos del capitalismo, libra en defensa de sus intereses y derechos elementales la clase social explotada bajo este nuevo modo de producción: los trabajadores asalariados. Pero en sus inicios esta es una lucha de resistencia, puramente espontánea, como mera reacción elemental ante las míseras condiciones laborales y salariales a las que se ven sometidos. Una reacción desprovista de una clara conciencia de los mecanismos a través de los cuales se prolongan bajo el capitalismo las transparentes formas de explotación que esclavizaban a los productores directos en los modos de producción precedentes. Se trataba de una lucha carente de un claro proyecto de emancipación social y de una orientación estratégica capaz de llevarla delante de manera consistente. De allí las características que adquiere en los inicios del capitalismo la movilización de los trabajadores, desde las acciones de destrucción de máquinas por los ludistas, hasta los proyectos de los socialistas utópicos y las primeras reivindicaciones directamente políticas como la demanda por el derecho a sufragio de los cartistas.[2]

Al identificar las claves explicativas que permiten comprender racionalmente, por una parte, en sus grandes tendencias, el curso seguido por el desarrollo histórico de la humanidad y, por otra, el surgimiento y desarrollo dinámico del capitalismo así como la inevitabilidad de sus crisis -develando a la vez la sutil forma en que en este último modo de producción se explota la fuerza de trabajo-, Marx y Engels lograron proveer de una base científica al movimiento socialista. La acción política del movimiento obrero, en la perspectiva revolucionaria del socialismo como proyecto histórico de superación del capitalismo y emancipación de la humanidad, contó a partir de entonces con la posibilidad de desarrollarse como una "ciencia aplicada", es decir como una práctica conscientemente basada en una comprensión racional de la realidad social y de sus contradicciones y una asimilación coherente de la experiencia acumulada. El que la práctica política pueda apoyarse en esa comprensión racional y en ese caudal de experiencia acumulada hace posible no solo fecundar el indispensable "análisis concreto de la situación concreta" (Lenin) sino también, y como parte del mismo, tener presente y evitar en la determinación de la acción política transformadora los costosos errores del pasado.

Pero la concepción materialista de la historia, en virtud de su asunción del carácter orgánico de la realidad social, provee no solo al campo de la acción política revolucionaria y a la crítica de la economía capitalista de una perspectiva teórica sobre cuya base es posible alcanzar una comprensión racional, consistente y profunda de los fenómenos que les conciernen sino también, en principio, a los más variados y multifacéticos ámbitos de la vida social. En este sentido, el marxismo, en su condición de "filosofía de la praxis", se yergue efectivamente como "el horizonte intelectual de nuestra época",[3] permitiendo captar, comprender y reproducir en el plano de las ideas, de un modo unitario y sintético, tanto en su esencia como en sus manifestaciones fenoménicas, una realidad social que se evidencia al mismo tiempo que estructurada -y por lo tanto no caótica e impredecible-, crecientemente compleja, diferenciada y dinámica. Un horizonte intelectual que por su carácter científico se muestra permanentemente abierto y alerta ante el "eternamente verde árbol de la vida" y, en consecuencia, completamente refractario a toda superstición, dogma y anatema.

La importancia de reivindicar la vigencia y relevancia teórica del marxismo, como pensamiento social revolucionario fraguado según los cánones de la ciencia, se torna particularmente importante frente a esa pobre caricatura del mismo que ha sido cultivada y difundida desde la época estaliniana bajo el sedicente membrete de "marxismo-leninismo". En efecto, la burocracia estaliniana, presentándose a sí misma como legítima heredera de la revolución de octubre y apropiándose espuriamente de sus símbolos, se escudó ideológicamente en una pobre y distorsionada versión del marxismo que, lejos de sintonizar con los intereses y aspiraciones de los trabajadores, fue siempre enteramente funcional a sus propios intereses como capa social privilegiada que usurpó y ejerció el poder en nombre de aquellos. Suprimiendo coercitivamente toda posibilidad de disenso, en lugar de ese pensamiento vivo, crítico y revolucionario, forjado por los más destacados exponentes del movimiento socialista, el estalinismo divulgó profusamente una vulgar apología social-chovinista de su despotismo burocrático, bajo la forma de una catequesis dogmática y mecanicista. Todo ello no hizo más que ratificar y poner de relieve que, entre marxismo y estalinismo se abre un abismo insalvable.

2.3. La continuidad histórica del movimiento revolucionario

Tanto en el plano teórico, como en el político y organizativo, el movimiento revolucionario se ha desarrollado a lo largo de toda su historia superándose a sí mismo, preservando y a la vez enriqueciendo constantemente su visión de un mundo social en permanente cambio, pero manteniendo en alto la radicalidad de su impugnación a la explotación capitalista y su compromiso con la lucha por terminar definitivamente con ella. En esta perspectiva se plantea la cuestión de la continuidad teórica, político-programática y organizativa del movimiento revolucionario frente a las capitulaciones, perversiones y traiciones que más de una vez han surgido en sus propias filas, protagonizadas por corrientes que han terminado cediendo ante la constante presión política e ideológica -cuando no directamente a los incentivos materiales- de las clases dominantes.

A este respecto, el movimiento revolucionario internacional ha conocido a lo largo de su historia dos grandes reveses, que han mermado seriamente sus posibilidades de éxito por tratarse no de deserciones puramente individuales o de pequeños grupos sino de la capitulación política y la bancarrota ideológica de los liderazgos de la mayor parte de sus principales organizaciones y contingentes militantes. Ellos han sido, en primer término, el del viraje social-chovinista de los dirigentes de la II Internacional al momento de estallar la primera guerra mundial que -enarbolando la bandera de la "defensa de la patria"- transforma a los partidos socialdemócratas de los países imperialistas en declarados puntales del orden burgués; y, posteriormente, el de la progresiva degeneración burocrática y social-chovinista que -bajo la conducción de la fracción liderada por Stalin y disimulada con los ropajes de la revolución de octubre- afectó al Partido Comunista de la Unión Soviética en el curso de la segunda mitad de los años veinte, contaminando y degenerando también, política e ideológicamente, a la mayor parte del movimiento comunista internacional.

El paso de la socialdemocracia a la abierta defensa del orden burgués se tornó más evidente que nunca al término de la gran guerra, al comenzar un periodo histórico extremadamente convulsionado como lo fue el de entreguerras en Europa y cuyo centro de gravedad lo constituyó la situación alemana. En el plano ideológico este viraje se plasmó en una defensa abierta, y aun enconada, de la democracia burguesa en contra del socialismo revolucionario, al que lo pasa a denunciar y combatir como inherentemente totalitario. La expresión más clara de todo esto fue el salvataje que los líderes de la socialdemocracia alemana hicieron del capitalismo cuando al término de la primera guerra, ante el alzamiento espontáneo de las tropas y de los trabajadores en ese país, este sistema se encontraba virtualmente colapsado. En aquella coyuntura crítica, no solo se dieron a la tarea de recomponer ante las masas la credibilidad de las instituciones del Estado burgués, sino que, encontrándose al frente del gobierno, dirigieron, con una saña propia del fascismo, la brutal represión de la huelga general berlinesa de enero de 1919, que culmina con el asesinato de los destacados líderes revolucionarios Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht.

La perversión estaliniana, en cambio, siguió un curso mucho más insidioso ya que emergió y se empeñó en mostrarse ante el mundo como la expresión viviente del proyecto revolucionario que conquistó el poder en Rusia en octubre de 1917. En el plano discursivo, la esencia del viraje se plasmó aquí en la doctrina del "socialismo en un solo país", con la que se asumía un proyecto nacionalista que daba vuelta la espalda a la esencia clara e irreductiblemente clasista e internacionalista del proyecto socialista, como contracara de un capitalismo crecientemente globalizado. Para sostener ese viraje, el estalinismo tuvo que acuñar concepciones y una práctica política y organizativa espuriamente disfrazadas de "leninistas". Invocando el interés de la nación se comenzó por exaltar, como virtudes revolucionarias, un monolitismo partidario asentado en la sumisión y obediencia ciega de los militantes a la dirección, a aceptar la legitimidad de un despotismo burocrático sin límites como sinónimo de la dictadura proletaria, llegando luego al extremo de practicar un obsceno culto a la personalidad del jefe supremo reputado como infalible. Para consolidar este curso contrarrevolucionario, que contrariaba ostensiblemente toda la experiencia previa del bolchevismo, Stalin no tuvo el menor escrúpulo en acusar falsamente y hacer ejecutar como "enemigos del pueblo" a la mayor parte de los cuadros que lideraron la revolución de octubre, y aun a muchos de sus propios partidarios.[4]

La imposición del estalinismo en el seno del movimiento comunista internacional conllevó también un alto costo político para la clase obrera. En el VI Congreso de la Internacional Comunista realizado en 1928, le llevó primero a adoptar la línea ultrasectaria del llamado "tercer periodo". Augurando la inminente proximidad del derrumbe final del capitalismo, esa orientación llevó a los partidos comunistas a restar importancia a la creciente amenaza del fascismo y a hacer de los partidos socialdemócratas su principal enemigo al ver en ellos el mayor escollo para el triunfo de la revolución. La más evidente consecuencia de esta nefasta línea política fue la de haber facilitado el ascenso y triunfo del nazismo en Alemania al impedir que el PC se allanase a conformar allí un frente defensivo común en su contra con los socialdemócratas, tachados de "socialfascistas" por los estalinistas. Posteriormente, la línea acordada en el VII Congreso de la Internacional Comunista realizado en 1935, va a promover entre los partidos comunistas de todo el mundo un viraje en 180° hacia una política de abierta colaboración de clases con los sectores "democráticos" y "progresistas" de la burguesía. Fue esa política de subordinación al orden burgués, que solo respondía a los intereses y cálculos geopolíticos de la diplomacia del Kremlin, lo que llevó entonces a esos partidos a impulsar la formación de los "frentes populares" en varios países.

Pero si lo que se consolidaba en la URSS era un proceso de degeneración burocrática del régimen social surgido de la revolución de octubre, que se proyectaba en la arena internacional promoviendo líneas de acción de resultados tan desastrosos como los señalados ¿por qué el estalinismo, una vez que se halló a la cabeza del PCUS, logró que la mayor parte del movimiento comunista internacional cerrara filas a su alrededor? Hay dos circunstancias que concurren a explicarlo: primero, la inclinación espontánea de la mayoría a identificar una causa con quienes circunstancialmente parecen liderarla bajo el falso supuesto de que cualquier crítica a su accionar, aunque fuese justa, solo podría favorecer al enemigo; segundo, la intensa, persistente e inescrupulosa campaña de desprestigio de sus críticos orquestada por el poderoso aparato de propaganda estaliniano en base a una desvergonzada falsificación de la propia historia de la revolución y a un inagotable torrente de calumnias. En esta sucia labor se llegó incluso a alterar los registros fotográficos de la revolución con el fin de hacer desaparecer de ellos a Trotsky, principal blanco de esta campaña. Ello ahogó toda posibilidad de un debate racional de los problemas planteados en el seno de los PC. La disidencia, simplemente, no fue permitida.

En estas condiciones, si bien fueron diversas las corrientes que en el seno del Partido Bolchevique y del movimiento comunista internacional se opusieron a la deriva que les imponía el estalinismo, la que más clara y consecuentemente lo hizo, en defensa de los principios marxistas y leninistas originales, fue la llevada a cabo por los que conformaron primero en la Unión Soviética y luego a escala internacional la tendencia que se dio en llamar "Oposición de Izquierda". El más destacado dirigente de esta corriente revolucionaria fue León Trotsky, quien junto con Lenin había encabezado y llevado a la victoria la revolución de octubre, primero como presidente del Soviet de Petrogrado y de su Comité Militar Revolucionario en la decisiva jornada del asalto al poder y, posteriormente, como organizador y comandante supremo del ejército rojo en la cruenta guerra civil que la naciente república de los soviets debió librar contra los ejércitos blancos. El combate político que contra la degeneración estalinista llevó adelante la Oposición de Izquierda permitió preservar al menos el hilo de la continuidad programática del movimiento revolucionario. Ese fue, sin duda, su gran e invaluable mérito.[5]

2.4. Validez y vigencia del combate de Trotsky contra el estalinismo

La difícil, lúcida y tenaz lucha liderada por Trotsky contra el estalinismo permitió no solo preservar el legado programático del marxismo y del leninismo, dándole una continuidad teórica, política y organizativa a la lucha revolucionaria a escala internacional. También logró desarrollar ese legado teórico y político de un modo magistral, al proveerlo de una explicación consistente y rigurosa, en estricta correspondencia con la concepción materialista de la historia, del hasta entonces inédito y en primera instancia desconcertante fenómeno representado por la degeneración burocrática del régimen surgido de la revolución de octubre. Similar importancia revisten, a la luz del oportunismo y ceguera política que el liderazgo estalinista impuso al movimiento comunista internacional, sus esclarecedores análisis de los sucesivos reveses sufridos durante el periodo de entreguerras por el movimiento obrero y popular en diversos países, particularmente en los casos de China en 1927, de Alemania en 1933 y de la guerra civil española de 1936-39. En estos aspectos los análisis de Trotsky son de una extraordinaria lucidez y es ello lo que explica que, a pesar de constituir una corriente que fue políticamente derrotada y luego sistemática y gansterilmente perseguida y difamada, haya logrado sobrevivir y siga teniendo, en sus diversas expresiones actuales, partidarios en prácticamente todo el mundo.

2.4.1. Las raíces económicas y sociales de la degeneración burocrática de la URSS

La clara explicación de Trotsky de la degeneración burocrática de la revolución de octubre, que se produce bajo el control del Partido Comunista de la Unión Soviética por la fracción estalinista, es que ello responde a los fuertes condicionamientos sociales y a las enormes restricciones materiales que le impone a Rusia su penosa situación de aislamiento debido al fracaso de la revolución en occidente. Ello porque, a pesar de la vastedad de su territorio y el gran número de su población, se trata de un país económica y culturalmente atrasado, sumido además en las carencias que impone pobreza y la enorme devastación provocada por la gran guerra primero y por la cruenta guerra civil después. En tales condiciones de atraso y de pobreza, y sin la ayuda que le podría haber brindado el triunfo de una revolución proletaria en occidente, la importancia que adquieren los miembros de la vieja burocracia zarista para hacer funcionar el país en sus diversos aspectos -administrativo, técnico y militar- y lograr un desarrollo acelerado de las fuerzas productivas en todos los planos resultaba absolutamente clave. Pero su aporte no iba a ser gratuito. Para evitar que los expertos emigrasen a occidente y aceptasen contribuir al desarrollo económico del país había que asegurarles condiciones de existencia que, en un ambiente de aguda escasez como el que entonces prevalecía en la Rusia posrevolucionaria, eran de privilegio. Es decir, había que aceptar también como necesarios altos niveles de desigualdad social.

Sin embargo, una situación como esa, tan claramente contraria a los objetivos igualitarios de la revolución, es difícilmente compatible con la preservación de la democracia. Lo único que en tales condiciones podría haber contrapesado y puesto límites al creciente autoritarismo de la burocracia era la regeneración de un poder efectivamente soviético -es decir consejista-, genuinamente democrático y popular, dentro de Rusia y una pronta recuperación y avance exitoso del movimiento obrero en occidente. Esto era, por lo demás, algo que correspondía no solo a los intereses inmediatos e históricos del proletariado soviético y mundial sino también al carácter más profundo de una época en que, impulsadas por el afán competitivo inherentemente asociado a la lógica de la valorización del capital, el desarrollo de las fuerzas productivas en los países industrializados había desbordado ya ampliamente el estrecho marco de los estados nacionales, llevándolos a enfrentarse en esa atroz carnicería que fue la gran guerra de 1914 a 1918. De allí la importancia decisiva de que tanto en el seno del PCUS como de la Internacional Comunista hubiese prevalecido una orientación política efectivamente a tono con el leninismo, que había llevado primero al triunfo de la revolución de octubre e impregnado luego las resoluciones de la Internacional Comunista en sus cuatro primeros congresos. Ello significaba mantener activamente vigente el compromiso de todo el movimiento comunista internacional, y en primer término del propio PCUS, con el impulso a la revolución proletaria a escala mundial. Tal fue, precisamente, el sentido y finalidad de la lucha entablada desde 1923 en Rusia por la Oposición de Izquierda.

No obstante, habiendo logrado obtener el control del aparato partidario, la fracción liderada por Stalin se abocó a impulsar un proyecto de carácter marcadamente nacionalista que, desentendiéndose en los hechos de su proclamada identidad de clase, sintonizaba claramente con la ideología e intereses materiales de la vieja y gravitante burocracia gran rusa, interesada exclusivamente en transformar al antiguo imperio zarista en una potencia económica y militar de primer nivel. De allí que se limitara a centrar sus esfuerzos en potenciar el desarrollo económico de la Unión Soviética bajo un sistema de planificación central enteramente sometido a las directivas de la cúpula tecno-burocrática, dejando de promover en el plano internacional el avance de la revolución y optando por alentar en su lugar todas las iniciativas que permitiesen conjurar el peligro de sufrir nuevas agresiones en su contra. Es esto lo que explica que, con excepción del intervalo que media entre VI y VII Congreso de la Internacional Comunista (el del viraje ultraizquierdista del "tercer periodo" 1928-35), la burocracia soviética se empeñara de manera persistente en imponerle a los partidos comunistas una línea de colaboración de clases con los sectores "progresistas" y "democráticos" de la burguesía de sus respectivos países y de apoyo y activa participación en los "movimientos por la paz".

2.4.2. La expresión ideológica de la degeneración burocrática de la URSS

La deriva burocrático-totalitaria que experimentó la Unión Soviética inevitablemente conllevó, como su necesario correlato en el plano ideológico, una profunda degradación del acervo teórico que había orientado la lucha de los marxistas revolucionarios rusos por más de dos décadas, permitiéndoles orientar su acción política hacia la toma del poder en 1917 y dar luego, en las condiciones extremadamente adversas que le siguieron, los primeros pasos en la construcción del socialismo. Dicha degradación se expresa y sintetiza en el viraje nacionalista que representa a partir de 1924 la formulación de la teoría estaliniana del "socialismo en un solo país", dando con ello la espalda a la perspectiva clasista de lucha por el avance de la revolución mundial que había orientado hasta entonces al partido de Lenin y a la Internacional Comunista y que, en la formulación de Trotsky, se expresa en la teoría de la revolución permanente. En efecto, en el pensamiento de Lenin y Trotsky la comprensión de la realidad del capitalismo se plasmaba entonces en una teoría del imperialismo que reconocía cabalmente la fuerza expansiva y la vocación de dominio universal que había evidenciado ya el desarrollo desigual de las fuerzas productivas bajo el capitalismo. Ello había dado vida a un proceso de creciente mundialización de la economía que otras corrientes del socialismo, tributarias del individualismo metodológico prevaleciente en los medios académicos burgueses, se resistían a asumir.

La prolongada confrontación que se desarrolla en el seno del movimiento socialista internacional entre reformismo y revolución encuentra aquí uno de sus principales basamentos ideológicos. Las corrientes reformistas centran su atención en el desarrollo que conocen las fuerzas productivas en el marco de los distintos estados nacionales bajo el supuesto de que, con ritmos y grados de avance diferentes, este proceso estaría destinado a adquirir en cada uno de ellos características similares, llevándolos a atravesar sucesivamente por los mismos estadios. De allí que los mencheviques consideraran que, debido al atraso económico de Rusia, lo que se planteaba a la caída de la autocracia zarista era solo la necesidad de llevar a cabo una revolución burguesa que abriera cauce a un desarrollo pleno del capitalismo. El proponerse luchar por abrir paso a una revolución proletaria les parecía ser, por tanto, una perspectiva políticamente ilusoria, fruto de un excesivo voluntarismo y sin posibilidad alguna de éxito.

Haciendo pie en una comprensión dialéctica del carácter cada vez más global y contradictorio de la crisis capitalista -que había gestado ya los fuertes conflictos de interés por el dominio del mundo que condujeron a la gran guerra imperialista de 1914-1918-, Lenin y la mayor parte de los bolcheviques consideraban, en cambio, que ella no solo planteaba la actualidad de la revolución a escala mundial sino que además abría la posibilidad de que la cadena del dominio imperialista se rompiese primero en alguno de sus "eslabones más débiles", como efectivamente ocurrió al triunfar la revolución de octubre en Rusia. Por su parte Trotsky, en su famoso prólogo a La Revolución Permanente de 1930, destacará de manera muy clara el carácter mundial del sistema capitalista, así como la total falta de realismo del planteo estalinista circunscrito a una perspectiva puramente nacional de avance al socialismo:

"El marxismo parte del concepto de la economía mundial, no como una amalgama de partículas nacionales, sino como una potente realidad con vida propia, creada por la división internacional del trabajo y el mercado mundial, que impera en los tiempos que corremos sobre los mercados nacionales. Las fuerzas productivas de la sociedad capitalista rebasan desde hace mucho tiempo las fronteras nacionales. La guerra imperialista fue una de las manifestaciones de este hecho. La sociedad socialista ha de representar ya de por sí, desde el punto de vista de la técnica de la producción, una etapa de progreso respecto al capitalismo".

Esta observación la formula Trotsky como parte de su crítica a la superficial visión de un capitalismo abstracto, y por tanto similar en todas partes, en que Stalin aconsejaba basar la estrategia política de los partidos comunistas, desatendiendo con ello la trascendental importancia de las peculiares combinaciones con otros modos de producción con que se manifiesta en la realidad específica de cada Estado nacional. Si bien el capitalismo impone su ley en todo el mundo, subordinando a los modos de producción no capitalistas con los que coexiste en diversos grados, la división internacional del trabajo que articula al sistema en su conjunto y el desarrollo desigual y combinado que genera en su seno crea realidades nacionales diferenciadas que son de capital importancia para la estrategia política revolucionaria en cada uno de los casos:

"Si tomamos a Inglaterra y a la India como los dos polos opuestos o los dos tipos extremos del capitalismo, no tendremos mas remedio que reconocer que el internacionalismo del proletariado británico e indio no se basa, ni mucho menos, en una analogía de condiciones, objetivos y métodos, sino en vínculos inquebrantables de recíproca interdependencia... Ni en la India ni en Inglaterra es posible levantar una sociedad socialista cerrada. Ambas tienen que articularse como partes de un todo superior a ellas".[6]

La visión estrechamente nacionalista -es decir socialchovinista- en que se basa en cambio la teoría del "socialismo en un solo país" impregnará inevitablemente también al conjunto de las concepciones políticas estalinistas, plasmándose en los países de la periferia del capitalismo mundial en la propuesta de una "revolución por etapas" que en su primera fase histórica no podría superar los límites de un Estado burgués. Esta formulación programática de carácter típicamente menchevique, que será adoptada y difundida fraudulentamente por el estalinismo como una cabal expresión del "marxismo-leninismo", acompañándola además de una concepción totalitaria de la generación y ejercicio del poder bajo el socialismo, representa una clara ruptura con la tradición teórica y política del bolchevismo que condujo al triunfo de la revolución proletaria en octubre de 1917.

Fue dicha orientación etapista y socialchovinista la que, aconsejado por una Internacional Comunista ya controlada por el estalinismo, llevó primero al PC chino a subordinarse al movimiento nacionalista burgués del Kuomintang, nefasta política que en 1927 se saldó con una horrenda matanza de comunistas desatada precisamente por el liderazgo de ese movimiento. Esta misma orientación fue la que condujo posteriormente a la formación de los Frentes Populares, que implicó la subordinación de los partidos comunistas a los liderazgos políticos de los sectores burgueses "progresistas". Un tipo de alianza que luego de haber triunfado en Francia se negó a prestar la más mínima colaboración a su homólogo español durante la guerra civil que culminó con el triunfo del clerical-fascismo. Y que en la propia España, para no incomodar a la burguesía "democrática", llevó a los estalinistas a propiciar la represión de todo intento de llevar adelante la lucha antifascista con un programa que asumiese las reivindicaciones más profundamente sentidas por las amplias masas obreras y campesinas.[7]

Si esta línea logró imponerse primero en el seno del PCUS fue porque, desde su cargo de Secretario General, y apelando sistemáticamente a métodos cada vez más reñidos con la tradición del leninismo, Stalin y su círculo más cercano logró ejercer un fuerte control sobre el aparato de funcionarios del Partido y a través de éstos sobre el conjunto del mismo. Ello le permitió ir ahogando progresivamente su vida democrática interna hasta tornar completamente ficticia la posibilidad de un debate político real entre la militancia partidaria, reprimiendo de manera cada vez más abierta y brutal toda forma de disidencia. Uno tras otro todos los demás dirigentes históricos del Partido fueron siendo desplazados hasta culminar con las grandes purgas de los años 1936-38 en las que, consumando la contrarrevolución burocrático-estalinista, terminó siendo aniquilada la mayor parte de la vieja guardia bolchevique que había encabezado la revolución de octubre. Y dada la posición preeminente que detentaba el PCUS en el seno de la Internacional Comunista, por encarnar el liderazgo de la primera revolución victoriosa y contar con recursos materiales de los que otros partidos no podían disponer, no le resultó demasiado difícil extender luego su control sobre el conjunto del movimiento comunista internacional.

El combate de Trotsky y los trotskistas pasó a representar entonces la prosecución de la lucha que los marxistas revolucionarios venían librando desde hacía décadas por conquistar una hegemonía en el seno del movimiento obrero sobre la base de un programa que expresara y sintetizara -en una perspectiva irreductiblemente internacionalista, democrática y revolucionaria- las enseñanzas más valiosas de sus luchas como clase. Delimitándose claramente así de las concepciones nacionalistas, autoritarias y reformistas de las corrientes políticas e ideológicas que, bajo las banderas de la socialdemocracia y del estalinismo, han logrado detentar hasta ahora una mayor gravitación en el seno del movimiento obrero, el movimiento trotskista se empeñará por tornar cada vez más claro que la irrenunciable aspiración de los seres humanos a gozar de una vida digna, segura y con el nivel de confort que permiten los logros alcanzados por el desarrollo de las fuerzas productivas no es posible para la inmensa mayoría en los marcos del capitalismo. Solo la perspectiva del comunismo como proyecto histórico emancipador abre esa posibilidad y éste se encuentra indisolublemente ligado a los lineamientos políticos y programáticos del marxismo revolucionario.

2.5. La construcción de un partido revolucionario como tarea central

Considerando que el orden social existente corresponde a una articulación de los intereses dominantes, plasmada en un conjunto de normas e instituciones jurídico-políticas -y por lo tanto de carácter coercitivo- encargadas de legitimar y efectivizar el ejercicio del poder, es claro que una transformación revolucionaria de la sociedad muy difícilmente podrá surgir de manera espontánea a partir del mero descontento elemental del pueblo trabajador por las condiciones de explotación y de vida a que se halla sometido. Y tampoco podrá surgir de demandas exclusivamente parciales e iniciativas puramente locales o sectoriales. La sola existencia del aparato de Estado burgués, como expresión de esa articulación social de intereses, encuentra en él un poderoso instrumento de centralización política y resguardo armado del poder que detenta la burguesía como clase. Ese poder se sustenta además en mecanismos de legitimación y cohesión ideológica que le permiten ejercer una bien establecida hegemonía política y cultural sobre el conjunto de la sociedad. Esa transformación revolucionaria exige la creación de una voluntad y un accionar colectivos que, como un efectivo contrapoder en desarrollo, se oriente a movilizar a las amplias masas del pueblo trabajador, interpelando con fuerza sobre el terreno político al entramado institucional e ideológico dominante, poniendo al descubierto su verdadero carácter de clase y la ilegitimidad de los intereses que éste cautela y promueve.

La revolución proletaria es, en tales circunstancias, la primera en la historia que está llamada a abrirse paso exclusivamente como resultado de un proyecto histórico, conscientemente anticipado, de emancipación social. Ello deriva del hecho de ser también la primera que está llamada a ser protagonizada por una clase completamente desposeída, que se encuentra persistentemente situada en la base de la pirámide social, y que no solo es cotidianamente explotada sino que se halla, además, constantemente sometida a la poderosa influencia ideológica de la clase dominante y sus instituciones. Es, por lo tanto, una revolución que para triunfar necesita mostrarse capaz de superar una gran asimetría de poder, en una lucha abierta y frontal contra todas las fracciones de la burguesía. Una revolución que para poder abrirse paso, mediante una tenaz y perseverante lucha cuesta arriba, deberá evidenciarse capaz de encarar y superar el obstáculo que representa no solo el aparataje jurídico-político e ideológico del Estado burgués sino también los desiguales niveles de conciencia de clase que se hallan siempre presentes en el seno del propio pueblo trabajador, y que le permiten a la burguesía encontrar en una parte de él importantes puntos de apoyo para su dominio de clase.

Son esas circunstancias, propias y características de las dificultades históricas peculiares que acompañan al esfuerzo por llevar a cabo una revolución proletaria, las que tornan indispensable contar con un instrumento político destinado a crear y organizar una voluntad colectiva contrahegemónica que unifique y encauce, de manera clara y decidida, la vasta y multifacética lucha por los intereses de los explotados. Y ese instrumento político no puede ser más que un partido político que, nacido de la unión libre y voluntaria de sus miembros, sea capaz de expresar, en forma clara y consistente, el punto de vista del proletariado en la lucha de clases. Un partido político que, tanto por su programa como por un accionar irreductiblemente comprometido con la lucha por su realización, logre expresarlo en el curso de la propia lucha de clases tanto en relación con las reivindicaciones inmediatas de los trabajadores como en la lucha por la realización de su proyecto histórico emancipador. De allí el lugar central que el objetivo de construir ese partido está inevitablemente llamado a ocupar en el diseño político-estratégico de la lucha por una revolución proletaria, como la instancia en que se funden de manera indisociable la teoría y la práctica que conducen a ella. Sin una teoría capaz de orientarla, la práctica se torna inevitablemente inconsistente y errática; y sin un compromiso militante que la traduzca en un accionar político consecuente, la teoría revolucionaria resulta estéril.

Tal es el fundamento de la clara y justa convicción leninista de que, para enfrentar con eficacia todos los grandes obstáculos y adversidades que necesitará superar, a fin de mantener la continuidad de su labor por sobre los avances y retrocesos que pueda conocer la larga lucha de los explotados por su emancipación, un partido revolucionario no puede ser construido en torno a personas que solo manifiesten un débil y circunstancial compromiso político con la causa emancipadora, sino que necesita apoyarse en un núcleo de militantes que se muestren dispuestos a entregarse de lleno a ella. Y esto es algo que solo es posible aquilatar a través de la práctica, mediante una prolongada experiencia de trabajo político. Es así como, operando como el intelectual orgánico y colectivo de los trabajadores asalariados, el partido llega a ser el portador de su conciencia de clase más claramente decantada en la perspectiva de ir abriendo paso en la lucha política a la realización de su proyecto histórico emancipador.

El partido revolucionario está llamado a constituir el destacamento de vanguardia más lúcido y aguerrido del pueblo trabajador, que a través de su labor de agitación y propaganda, buscando elevar con ella sus niveles de conciencia, organización y movilización, se esmera constantemente en activar y orientar la lucha de todos los explotados. Entre la labor directamente política y cultural desarrollada por él y las amplias masas del pueblo es posible advertir, además, la existencia de un importante espacio de articulación de la lucha social impulsada y liderada por una franja de militantes y no militantes que confluyen en las organizaciones que vertebran a la gran masa del pueblo trabajador: sindicatos, centros de estudiantes, colegios profesionales, comités de pobladores, juntas de vecinos, centros culturales y juveniles, clubes deportivos, etc. La labor del partido en este terreno se orienta a fortalecer dichas organizaciones, y por su intermedio la actividad cohesionada del pueblo, impulsando en ellas una línea de acción unitaria, clasista y democrática.

En definitiva, es la existencia de un partido revolucionario, que premunido de un programa marxista se muestre capaz de apreciar con justeza el carácter de cada coyuntura política y definir colectivamente la táctica más apropiada para cada momento, lo que permite dar coherencia y continuidad a la lucha por la revolución proletaria. Uno de los rasgos más destacados del partido revolucionario, como unión libre y voluntaria de combatientes por el socialismo, es justamente su capacidad para compatibilizar el accionar cohesionado y disciplinado que demanda la puesta en práctica de su línea política con la vida democrática en su interior, dirigida a someter a constante evaluación colectiva, crítica y autocrítica, la actividad y posicionamientos políticos del propio partido. En el marco de la común base programática que define el carácter revolucionario de la organización, absoluta libertad en la discusión y completa unidad en la acción. En eso consiste el principio del centralismo democrático que rige la vida interna de un partido revolucionario. Los bolcheviques supieron dar un claro ejemplo de lo que esto significa, sosteniendo incluso polémicas públicas desde las páginas de su prensa, antes de que, tras el término de la guerra civil y sobre todo luego de la muerte de Lenin, comenzara a cobrar dimensiones amenazantes el creciente proceso de degeneración burocrática y totalitaria impulsado desde la cumbre del aparato por la fracción liderada por Stalin.

2.6. El posicionamiento inicial de la Liga ante la crisis de la IV Internacional

En los momentos de su formación, la Liga se mostró atraída tanto por la lucidez que apreciaba en los análisis teóricos y políticos como por la riqueza de los debates internos exhibida por la que aparecía claramente entonces como la corriente principal del movimiento trotskista internacional (MTI), agrupando en torno suyo al grueso de las organizaciones y del contingente militante que se reivindicaba del legado teórico y del combate político de León Trotsky: la que actuando directamente bajo la bandera de la IV Internacional, reconocía la conducción del llamado "Secretariado Unificado". Esta organización se había constituido en 1963 como resultado de la reunificación alcanzada entonces por la mayor parte del MTI, tras la amarga división que se había producido en sus filas diez años antes. Sin embargo, el acercamiento de la Liga al movimiento trotskista internacional se produce en los mismos momentos en que esta corriente se encontraba sacudida por una nueva y profunda crisis. En efecto, este sector mayoritario del movimiento trotskista internacional se hallaba fuertemente convulsionado entonces por una aguda polémica interna, especialmente sobre la situación y la estrategia a seguir en América Latina. Esta controversia va a desembocar finalmente, en 1979, en una nueva división de la IV Internacional a raíz de las encontradas posiciones que sus principales fracciones adoptan en relación con los problemas planteados por el triunfo y ulterior curso de la revolución sandinista.

La muy limitada experiencia con que, al momento de constituirse la Liga, tenían sus militantes en relación con la realidad del movimiento trotskista internacional, los llevó inicialmente, en el cuadro de esta crisis, a asumir una opción que se evidenció posteriormente equivocada. En los hechos, ese posicionamiento se originó como resultado de una simple proyección de lo que los militantes de la Liga percibían y rechazaban en el plano nacional: la existencia y necesidad de superar un viejo y rutinario "trotskismo" de círculos que se evidenciaba incapaz de impulsar, con la audacia y el dinamismo que la situación histórica imponía, la construcción de una combativa fuerza política revolucionaria. Los empujó en esa misma dirección el hecho de observar, como fundamento central de las corrientes disidentes del MTI la defensa -presuntamente "ortodoxa" pero en realidad dogmática- de un juicio que, si bien se encuentra contenido en el Programa de fundación de la IV Internacional, había perdido la vigencia que tuvo al momento de ser formulado: la afirmación de que "las fuerzas productivas han cesado de crecer". Para estas corrientes, reconocer que el capitalismo había logrado superar su profunda crisis de entreguerras, permitiendo con ello un nuevo periodo de expansión de las fuerzas productivas, equivalía a abandonar la perspectiva de la actualidad de la revolución proletaria y, en consecuencia, renegar de las bases programáticas de la IV Internacional. Para quienes conformarían luego la Liga, en cambio, resultaba evidente que sostener como permanentemente válida esa apreciación de la coyuntura histórica en que fue redactado el documento que la contiene -La agonía del capitalismo y las tareas de la IV internacional, más ampliamente conocido entre los trotskistas como el "Programa de Transición"-, como si de ello dependiese a su vez la vigencia histórica del marxismo revolucionario y su lucha, era dar muestras no solo de una gran miopía sino también y sobre todo de un profundo dogmatismo. A la luz de los hechos era imposible negar que lo acontecido en la escena política internacional como resultado de la guerra no confirmó el pronóstico sobre la inevitable inmediatez de la revolución contenido en ese documento, abriendo un periodo de recuperación de la economía capitalista mundial y expansión de los regímenes estalinistas.

Además, quienes constituirían luego la Liga veían en este cuadro alternativo de las corrientes que habían estado ligadas al llamado "Comité Internacional" -que dio lugar en 1972 a la creación del "Comité por la Reconstrucción de la IV Internacional" (CORCI)- la expresión de un "trotskismo" políticamente espontaneísta, que también resultaba necesario superar. Si bien compartían su crítica del liquidacionismo pablista en lo referente a las causas que motivaron la división de la IV Internacional en 1953 y la necesidad insoslayable del partido trotskista, consideraban que su concepción espontaneísta en relación con las tareas que plantea el surgimiento de una crisis revolucionaria conducía en definitiva a idénticos resultados: a la ausencia de una conducción revolucionaria efectiva de las luchas obreras y populares en los momentos cruciales del combate entre las clases. Un ejemplo claro de esto lo pudieron apreciar en la orientación asumida por el POR-Masas durante la crisis boliviana de 1970-71, al ignorar o abrigar ilusiones de una resolución automática del problema del armamento del proletariado. El principal dirigente de esta organización -que había jugado un rol político protagónico en el curso de esa coyuntura- reconoció luego haber tenido la impresión de que el grupo dirigente militar distribuiría las armas con el fin de neutralizar a los gorilas derechistas.[8]

Por su parte, al realizar el balance de esa misma experiencia, la francesa Organización Comunista Internacinalista (OCI), principal partido europeo de esta corriente, daba testimonio del mismo espontaneísmo al sostener, en uno de sus documentos, que "el grado aun bastante limitado del armamento de la clase obrera debe ser colocado en relación con el nivel alcanzado en la maduración del proceso revolucionario. Por una parte, expresa el grado aun limitado de la movilización del campesinado, así como el débil grado de descomposición del ejército. Es así como el problema militar se presentó, en gran medida, como el barómetro fiel de la correlación de fuerzas políticas entre las clases en Bolivia. Es esto (sic) lo que determinó el desenvolvimiento y el resultado de los enfrentamientos armados del 20 y 21 de agosto". En otras palabras, ¡la OCI se "olvidaba" por completo del papel activo que, en tales circunstancias, está llamado a desempeñar el factor subjetivo para lograr incidir en el curso que toman los acontecimientos; más precisamente, del rol decisivo que les corresponde jugar a las direcciones partidarias y su política!

Las implicancias de este análisis de la crisis boliviana de 1971 y su desenlace es que la derrota del proletariado era entonces completamente inevitable. Pero con arreglo a esa misma lógica, ¿no se debería concluir que la derrota que sufriría luego el proletariado chileno también lo fue, dado "el débil grado de descomposición del ejército" que finalmente se pudo constatar? ¡Brillante razonamiento, hecho en nombre del ... trotskismo! Al parecer de los militantes que conformarían la Liga, una variante apenas atenuada de estas mismas concepciones se podía apreciar entonces en las posiciones asumidas por la Tendencia de Minoría del Secretario Unificado, aunque se debía valorar positivamente la disposición unitaria mantenida por esta corriente, llevándola a sostener un prolongado debate de clarificación política al interior de la IV Internacional.

Todo esto explica que el acercamiento de la Liga al trotskismo se materializara en el plano político como una aproximación a la llamada Tendencia de Mayoría Internacional (TMI) del Secretariado Unificado (SU). Sus militantes veían en la TMI un esfuerzo por superar ese viejo trotskismo propagandista, cuya encarnación más directa en Chile la ofrecían los antiguos cuadros de la Tendencia Revolucionaria Octubre (TRO) y del Frente Revolucionarlo (FR), que posteriormente darían origen al Partido Socialista Revolucionario (PSR), reconocido desde su formación como la sección chilena del SU. Esa era en última instancia la interpretación que tenían entonces sobre el significado político práctico de la larga controversia que se desarrolló en el seno de la IV Internacional a partir de su IX Congreso Mundial. Como ya hemos dicho, las otras les parecían ser, en alguna medida, corrientes más bien dogmáticas en el ámbito teórico y espontaneístas en el plano político. Por esta razón, a la que habría que añadir su propia inexperiencia política, tendían a ser indulgentes con los ostensibles errores que, sin embargo, advirtieron desde su primera lectura en la resolución sobre América Latina aprobada en ese Congreso y que se hallaba en el centro mismo de la disputa.

No obstante, rechazaban también las posiciones excluyentes y rupturistas que observaban en algunos grupos de la TMI con los que pudieron relacionarse en aquél entonces, cuando al momento de su constitución como organización la crisis del SU se aproximaba a una de sus confrontaciones más agudas: la que se desarrollaría en el marco de su X Congreso Mundial que tendría lugar a principios de 1974. Fue la propia experiencia de la lucha consecuente y tenaz que libraron luego por la construcción de un partido trotskista en Chile, en las condiciones de extremo aislamiento en que debieron hacerlo después del golpe, la que finalmente los sacó de su error con relación a la TMI, aunque por falta de información política e histórica suficiente ello no se tradujera de manera oportuna en la elaboración de un texto de orientación general ante la crisis que sacudía entonces a la IV Internacional.


[1] Es decir, de una brecha en los niveles de ingreso y, consecuentemente, en las condiciones de vida de los seres humanos que, por su amplitud y profundidad, no puede explicarse por desigualdades de carácter puramente individual, en términos de disparidad de capacidades y méritos personales, sino que es creada, recreada y ensanchada constantemente por la naturaleza de las relaciones sociales existentes.

[2] El movimiento ludista surgió en Inglaterra a comienzos del siglo XIX. Viendo en la aparición de las máquinas una de las principales causas del deterioro de sus condiciones laborales, los trabajadores realizaron entonces numerosas acciones de sabotaje para destruirlas, desatando como respuesta de la clase dominante una feroz represión. En la primera mitad de este mismo siglo surgen los diversos proyectos de emancipación del trabajo conocidos bajo la común denominación de "socialismos utópicos". Por último, en la década de 1840, cobra fuerza también en Inglaterra el movimiento cartista, conocido así por estar basado en la demanda política de derecho a sufragio universal y participación en el Parlamento formulada por los trabajadores en la "Carta del Pueblo" de 1838.

[3] Tal como en su momento lo sostuviera, con gran convicción, el destacado filósofo francés Jean Paul Sartre.

[4] De los 21 miembros del Comité Central en el momento de la toma del poder por los bolcheviques en 1917 solo Stalin permanecía siendo miembro de ese organismo 12 años después y otros siete habían muerto por enfermedad o en manos de la contrarrevolución blanca. Los otros 13, es decir casi el 62%, fueron fusilados o asesinados por la dictadura de Stalin como "enemigos del pueblo". Por su parte, los datos consignados por el "informe secreto" de Jrushchov ante el XX Congreso del PCUS, aludiendo a las "depuraciones" de los propios partidarios de Stalin, son también estremecedores. Sostiene que de los 1.906 delegados que asistieron al XVII Congreso del PCUS efectuado en 1934, 1.108, es decir más de la mitad, fueron luego apresados y acusados de crímenes políticos y que de los 139 miembros del Comité Central electos en ese Congreso 98, es decir nada menos que un 70%, fueron posteriormente detenidos y fusilados, en su mayor parte entre 1937 y 1938.

[5] Leopold Trepper, el director de la célebre "orquesta roja", la red de espionaje soviética durante la segunda guerra mundial, hizo ese reconocimiento en sus memorias con las siguientes palabras: "La revolución había degenerado en un sistema de terror y de horror; los ideales del socialismo estaban ridiculizados por un dogma fosilizado que los verdugos tenían la desfachatez de llamar marxismo. Todos los que no se sublevaron contra la máquina estalinista son responsables de ello, colectivamente responsables. No hago excepciones y tampoco escapo de este veredicto. Pero, ¿quién protestó? ¿Quién elevó su voz contra el ultraje? Los trotskistas pueden reivindicar ese honor. A semejanza de su líder, que pagó su obstinación con un pioletazo, los trotskistas combatieron totalmente al estalinismo y fueron los únicos que lo hicieron".

[6] León Trotsky, Prólogo a La Revolución Permanente, 1930.

[7] Ilustrativo a este respecto fue la criminal represión desencadenada en el bando republicano en contra del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) por directa instigación de los agentes del servicio secreto de Stalin (el NKVD) que operaban en España bajo la dirección de Alexander Orlov. Fue así que el 16 de junio de 1937 fue detenido y luego alevosamente asesinado Andreu Nin, su más destacado dirigente.

[8] Ver de Guillermo Lora, Bolivia: de la Asamblea Popular al golpe del 21 de agosto, pág. 93.

Liga Comunista de Chile
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